𝖁𝕴𝕴𝕴. 𝕬𝖗𝖌𝖊𝖓𝖙𝖚𝖒 𝕾𝖔𝖑𝖚𝖙𝖎

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El aire se respiraba húmedo y el viento seco. La joven exorcista perseguía a los dos forasteros con un fuego ardiente en el estómago. Y se extendía. Primero le alcanzó el pecho, invadiendo sus pulmones. Pero ella era resistente como el diamante. Dura y obstinada. Después le subió por el cuello, le bajó por las piernas y se desplegó por los brazos. Era un calor que la llevaba al límite, que hacía que Clarise diera zancadas más amplias y bocanadas más breves. Un calor que le llegó a las manos, a cada uno de sus dedos, con los que sujetaba la pesada inferos somnium. La guadaña. Agarrarla y darle un par de vueltas había sido sencillo y gratificante. Y correr con ella a cuestas, Pluckley en penumbra, por detrás de Malorie y Andrew... Sin duda era emocionante.

El miedo había desaparecido para dejar paso al frenesí. A Clarise no le molestaba ir por detrás de sus dos instructores. Todo lo contrario, ¡era fascinante!

No tenía nada que ver con la doctrina de Audrielle.

¡Los castigos de la madre superiora eran horribles! A veces deseaba no haberse empecinado en ser exorcista. Pelear. Dormir. Volver a pelear. Palizas para aprender. Palizas para entrenar. Todo por querer acabar con ese diablo devorador de niños.

Todo por ansiar la noche. Las estrellas.

Mas ahora que las barreras que le impedían salir de madrugada se habían evaporado, Clarise encontraba eso que había anhelado; la libertad.

Aunque fuera una libertad supervisada por una excéntrica monja de rojo. Una mujer estrafalaria que cargaba con un cetro puntiagudo, similar al tenedor de granja de su padre.

Inesperadamente se detuvieron en mitad de la senda. Clarise hizo lo propio, unos metros por detrás. Sus ojos escanearon el entorno, lo que propició que los recuerdos se agolparan agolpaban su mente. Pues era esa la vereda que conducía al río, al norte, más al norte, donde la bruma cubría el camino, donde la madera del puente de Pinnock se hinchaba de humedad. Allí, solamente durante la noche, aquella criatura diabólica había acudido a alimentarse de un pobre crío inocente.

El estómago de Clarise se revolvía cuando lo pensaba.

—Que aroma pestilente.

Clavó el tridente en el suelo. Inspiró de nuevo el aire ponzoñoso, como si tratara se cerciorarse de que, en efecto, la esencia del viento era hedionda.

—Sin duda huele a mierda.

—¡Madre Malorie! —articuló consternado. Los modales de su maestra empeoraban cuando se trataba de caza y exorcismo. De reojo miró a Clarise, para nada sorprendida por las inusuales palabras de la diaconisa—, pero tiene algo razón. El hedor es muy fuerte. Rasca la garganta. ¿O la abrasa? Puede tratarse de uno de alto rango o...

La monja de rojo arrugó la nariz mientras que su pupilo se cubrió las fosas nasales con un pañuelo que extrajo de su bolsillo. Quemaba. Ese olor sin duda quemaba sus vías respiratorias. ¿Qué había de Clarise? El rostro de la muchacha no se contorsionó como el de la diestra Malorie, tampoco se cubrió la nariz como Andrew.

El ojiazul pensó que se debía a su falta de habilidad y experiencia. ¿Podía ser otra cosa, acaso? Según los informes que tenían sobre ella, era hija de un granjero. La mayor de sus hermanos, una mujer nacida en seno cristianó que jamás había salido del pueblo. Salvo cuando iba a la escuela y, posteriormente, cuando se preparaba para entrar en la universidad. De modo que jamás se le habría pasado por la cabeza al aprendiz que Clarise no se inmutaba porque ya había olido -y sentido- algo similar.

O peor.

Lo que sí pasó por la cabeza del chico -y por tanto, antes por la de su maestra- fue que se trataba de una gran amenaza. Algo con lo que un aspirante a exorcista como él no podría lidiar.

No mires sus ojos | ZalgoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora