𝖃𝕴. 𝕰𝖘𝖙𝖗𝖊𝖑𝖑𝖆𝖘

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La madre Malorie se había encerrado en la auditoría del convento nada más llegar. No se oía ni una voz, aunque Clarise pegara la oreja a la gruesa madera de la puerta. Y era extraño, porque la madre Malorie era de hablar fuerte, desde los pulmones.

—No pierdas el tiempo. —dijo Andrew—. Esas viejas puertas se lo callan todo. Y las paredes de este convento parecen haberse quedado sordas.

Clarise suspiró. No sabía del todo si se debía al agotamiento o a la resignación.

—Es absurdo. ¿Por qué tenemos que quedarnos aquí mientas hablan? —Se cruzó de brazos—. Nosotros también hemos estado presentes. ¿O es que resulta que ahora somos ciegos? ¿O tontos?

Andrew se sentó de piernas cruzadas en el suelo. Clarise dejó de quejarse por un breve instante e hizo lo mismo.

—Creo que es porque casi morimos.

—¡No es cierto! —contestó apresuradamente—. Bueno, casi sí. ¡Pero al final no! Sigue siendo una buena victoria, ¿o no? Cerca de la derrota... ¡Pero una victoria es una victoria!

—Clarise... Te estás contradiciendo.

Ella se cruzó de brazos por segunda vez.

—¡Ya lo sé! Pero es que pienso que nos ha ido bien. Ya sabes, para ser mi primera vez.

Andrew esbozó una sonrisa que a Clarise le despertó un enfado inesperado.

—¿Qué te hace gracia?

—No es gracia... Solamente pienso que eres bastante optimista. —confesó—. Tú "primera vez" como la llamas, ha sido un jodido desastre. —determinó sin pelos en la lengua—. Casi nos matan a los tres, y la madre parece haber salido del mismísimo infierno. Por desgracia para nosotros, es la misma espiral de siempre: desesperación primero, y muerte después. —Entrelaza los dedos de las manos—. Y hay muchas formas de morir, Clarise. No solo el cuerpo muere, también lo hace el espíritu.

Tras meditar unos segundos —en los que las francas palabras de Andrew habían dejado en blanco a Clarise— la joven respondió sin pensarlo dos veces.

—Has dicho una palabrota.

Él se encogió de hombros.

—Si eso todo lo que te preocupa voy a empezar a pensar que estás loca.

Clarise suspiró. Esa sería la mejor explicación posible. La locura. Pero por la fuerza había aprendido que la locura era una excusa para no querer abrir los ojos. Porque los demonios y las criaturas de la noche estaban ahí fuera. Ya no dudaba que existieran los vampiros y los hombres lobo. O que el fantasma del abuelo visitara de verdad a la abuela.

Si se paraba a pensarlo, se sentía desdichada. Había pasado de creer en el universo y las estrellas, a salir por la noche con una guadaña enorme, a segar cuellos de demonios ciegos pero letales. Es que parecía una locura. Y la paradoja era justamente esa, que no lo era. Que no podía esconderse en ella como había hecho hasta ahora.

—Ojalá. Estar loca sería más fácil. —Hizo una mueca de disgusto—. Definitivamente.

Andrew la miró con el rabillo del ojo.

—Lo dices como si lo supieras de primera mano.

Se encogió de hombros.

—Pensaba que estar loca era esto. —Hizo circulos con el dedo índice—. Mis padres, por el contrario, pensaban que la locura era observar los astros y creer en la magnitud del universo. —Flexionó las rodillas y las rodeó con los brazos—. Yo sinceramente pienso que la locura no existe. Siempre va a depender de lo que el otro considere normal. En el momento en el que alguien hace algo que no se ajusta a esa "normalidad", está comportándose como un loco. —explicó—. Así que dime, ¿cazar demonios te parece una locura? —El joven negó con la cabeza—, ¿y observar los astros?

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⏰ Última actualización: Aug 11 ⏰

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No mires sus ojos | ZalgoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora