𝕴𝕴. 𝕰𝖝𝖔𝖗𝖈𝖎𝖘𝖙𝖆

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Pluckley, convento de Pluckley
4am

La madre superiora dio un buen golpe en la pared. La hermana Marie ahogó un grito, deseando que su compañera no hubiese escuchado aquel golpe. Los ojos de la monja mayor se inflaron como si se le fueran a salir de las cuencas, echaba humo por la nariz y su frente estaba completamente arrugada. No porque sus cejas calvas se fruncieran, sino porque su piel había perdido la elasticidad de la juventud.

Castañeaba los dientes iracunda porque una de sus muchachas le había abierto las puertas a Clarise, en mitad de la noche, sabiendo que las fuerzas del mal bien podrían disfrazarse de señoritas desvalidas, asustadas y desconsoladas, suplicando por ayuda, tal como había hecho la hija mayor de los Grant salvo por una diferencia, ella era de carne y hueso. Era humana, no una criatura de la noche con piel de cordero y colmillos de lobo. Aunque eso poco le importaba a la madre superiora, que había provocado un retumbar por las paredes del convento.

Cuando la hermana Marie intento intervenir para calmar la furia de la monja mayor esta le dedicó una mirada punzante con la que no solo le cercenó la lengua, sino que la dejó clavada en la pared más cercana. Clarise guardaba silencio porque la hermana Marie así se lo había perdido, sino las ganas de defenderla la hubieran podido. ¿Por qué tiene que agachar la cabeza? pensó. Si la bondad era castigada, ¿cuál era la diferencia entre la casa de Dios y el infierno?

—¡Qué locura! —Vociferó, con la mirada fija en alguna parte—, ¡ni una palabra más, hermana! ¡Insensata, Marielle! ¡Has cometido un atentado contra tus hermanas, contra mí, y contra Dios! El peligro que acecha fuera debe quedarse en las sombras. ¡Tú prácticamente lo has invitado a entrar! —Alzó los brazos al cielo—. Esto te va a traer consecuencias, ¡graves consecuencias!

—Madre, escuche...

La hermana Marie aún trataba de apaciguarla, manteniendo la templanza y la voz baja para no despertar al resto de sus hermanas. Clarise, sin embargo, se había perdido en los descoloridos orbes de la monja ciega. Sintió un escalofrío recorrer su columna vertebral cuando la madre superiora orientó sus pupilas hacia ella. Pasó saliva y bajó la cabeza porque se sentía observada, incluso cuando sabía que la monja era invidente. Tal vez porque orientaba sus ojos en los suyos con una exactitud abrumadora o porque reaccionaba a los sonidos con una rapidez pasmosa. En cualquier caso, sus reflejos eran certeros, sus impulsos inequívocos.

Fuera la lluvia azotaba con fuerza, era lo único que se oía en la habitación de la hermana Marie, la tempestad y el rugido del agua luchando contra el cristal.

—Tiene toda la razón, madre... pero el motivo por el que hemos acudido a usted es Clarise. —La monja entrelazó sus dedos con los de la jovencita, aún asustada de los ojos blanquecinos de la líder—. Ha de ordenarse como novicia.

—¿Así es?

Dio un paso adelante y Clarise un paso atrás. Atada a las manos de la hermana Marie, se mantuvo lo suficientemente cerca y sin posibilidad de escapar.

—¿Y por qué ha de ser así?

—Una joven más que busca el refugio de Dios, no es de extrañar.

Como si pudiera escudriñar la verdad con tan solo escuchar como respiraba, porque ver no veía nada más que negrura con esos ojos deteriorados.

—Has de amar al señor entonces, ¿no, muchaha?

—¡Por supuesto, madre!

—Que responda ella.

Una maldición o al contrario, una bendición. La madre superiora Audrielle hacía preguntas, y no importaba cuanto tratasen de resistirse a la verdad, siempre terminaba saliendo a la luz. Todo el pueblo lo sabía, la directora del monasterio de Pluckley era un sacacorchos, se incrustaba en la verdad y la a la fuerza.

No mires sus ojos | ZalgoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora