Relato VI: Colores Nocturnos.

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Colores Nocturnos

En las afueras de la ciudad, por aquel enorme puente que cruza el enorme río y junta ambas ciudades yacía un auto rojo. Un auto que había sido abandonado a su suerte por el tipo que, quizás en otra vida, pudo ser el hombre más feliz de la tierra, o tuvo el trabajo de sus sueños en sus manos o quizás simplemente vivía una vida tranquila. Pero ya no era ese hombre.
Ahora el hombre que caminaba por la orilla del puente, habiendo dejado atrás aquel auto que tan emocionado había estado por comprar años atrás, se balanceaba y tropezaba consigo mismo mientras más se acercaba a la orilla del puente, dónde pudo tocar el oxidado metal que conformaba este, así como el frío del agua profunda que habitaba debajo de él.
Era un 10 de abril, al menos, hasta donde recordaba él. No recordaba la hora, pero podría estar seguro de que aún era de madrugada, pues el silencio aún existía en los alrededores, y si fuera más tarde, tanto los obreros como los campesinos empezarían a pasar por ahí. O al menos, eso suponía el hombre del suéter naranja.

Aquel sujeto llevaba varios papeles, fotos y documentos entre las manos… y bailaba. Danzaba así como una artista de teatro abre el espectáculo para que el espectador observé atentamente y no deje de pensar en nada más allá que el show que se le estaba proporcionando.
En el fondo de sus adentros, podía escuchar una vieja canción que olvidaba el lugar en el que alguna vez lo escuchó por primera vez. ¿Era My Way, de Frank Sinatra?, ¿O era On The Sea, de Beach House? El hombre no sabía responder… pero seguía bailando. Era una odisea, una vista celestial del hombre que se ha dado cuenta de que el final está cerca y ya no importa nada más que mandar todo a volar.
Por cada paso el sujeto del suéter naranja tiraba algunos de los papeles, luego las fotos y veía como el viento mañanero se los llevaba, así como alguna vez cualquier razón de existir se fue de su vida. En el cielo nocturno aún se veían las estrellas, brillantes y alucinantes del show que estaban presenciando. La luz de sus corazones chocaban con la cristalina agua donde ahora quedaban los recuerdos del hombre que ha muerto por dentro. Y cuando la última foto cayó… aquella donde se le veía risueño junto a otras personas que jamás conoceremos, el sujeto del suéter naranja sabía que era hora de cerrar el telón. Prosiguió sacando la cajetilla de cigarrillos que venía fumando desde hace horas, prendió uno y lo empezó a fumar.

Y empezó a subir los barrotes del puente, hasta ponerse firme y de pie a la orilla del puente. Dónde con un simple resbalón podría acabar con la fantasía del momento. Y así, dando un lento y pesado suspiro, miro el cielo. Un cielo oscuro, iluminado por pequeñas farolas y la joven luna, la única que vería la muerte del solitario individuo.
Cuando volvió la mirada al frente, observó a detalle como el río se extendía más allá del horizonte, como si se ocultase pasando el bosque vecino. Y ya estaba listo para acabar.

Sí, lo estaba. Pero vio una silueta, al otro lado del puente, sentada y pensativa. Mirando lo que fue, más allá de lo que pudo ser. Una silueta que tenía la mente en la tierra pero que tocaría fondo en el río si lo decidiese pronto.
Por lo que, antes de tirarse de lo alto del puente, como muchos otros suicidas habían hecho, decidió acercarse a la silueta. Si se iba a suicidar, prefería que fuese acompañado con alguien que comprendiera su pensamiento.

Cuando el sujeto del suéter naranja se acercó, pudo apreciar el rostro del chico. Y más que sorpresa, fue una profunda melancolía ver el parecido que tenía con él.
El tipo era un joven en sus veintes. Portaba una camisa azul y unos pantalones grises, como el gris de una nube que pasa debajo del sol.
Aquel de suéter naranja fue directo al grano cuando se dirigió al chico de azul.
– ¿Ya vas a saltar o necesitas ayuda? –El hombre de naranja se percató del tono sarcástico y apagado con el que hablaba. Ya se estaba arrepintiendo de no haber saltado hace unos momentos. Necesitaba hacerlo ya, pues prefería eso a seguir sintiendo que su corazón se desligaba de su pecho.
Sin embargo, el chico de azul no lo tomó a mal. Ambos sabían por qué estaban ahí, a esas horas… en ese día. A duras fuerzas pudo soltar una sonrisa leve, que hizo que le doliera el estómago y se sintiera raro. Estaba confundido de nuevo.
– Ví que venías desde el otro extremo del puente. Cuando ví que ibas a saltar pensé: «Si tiene el valor para saltar, al carajo, salto de una vez». – Respondió el chico de camisa azul. Pero su acompañante se le vio con una cara de preocupación, sentía como estaba metiendo a otra víctima en su mierda de existencia. Una parte de él sabía que no había tenido nada que ver, pero una parte suya se sentía tan culpable. Por ello, al notar esto, el joven de azul aclaró: – Oye, no me mal entiendas. Llevo dos horas aquí tratando… ya sabes, hacer el mayor salto de fe.
Esas palabras ayudaron a tranquilizar al sujeto de naranja, pero ahora se sentía como un idiota.
– Bueno, si después de un rato sigues dudando, significa que esto no es para ti. – El joven soltó una pequeña risa, igual de agotada. Miro al sujeto de naranja, con unos ojos llenos de ojeras e irritados. Habían estado llorando no hace mucho, y por tanto tiempo…
– Ya van varias veces que he venido aquí. Esta es la última vez. – El joven sonrió.

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