Relato III: En el Retumbar

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Desde el Retumbar.
No estoy solo. No estoy roto. No estoy muerto... Es a esos pensamientos a los que me aferro mientras en mi poca esperanza queda el deseo de salir de estos escombros. ¿En qué momento el día se había convertido en noche? ¿Qué con aquellos costales de huesos que alguna vez llegaron a ser mis piernas? Siquiera, ¿Dónde había quedado el instituto donde, en un tiempo no tan lejano, yo daba clases?

Escucho los gritos constantes, los quejidos y lamentos entre el polvo. Yo no puedo decir nada, ni mover mis piernas. ¿Mis ojos? Están secos y mugrosos. Mi visión no era la mejor, pero podía guiarme mediante el dolor que gritaba en todo mi cuerpo. Incluso mi mano derecha parecía haber sido perforada por aquella vieja barandilla inservible que se asomaba por uno de los pilares de mi aula... Las memorias eran borrosas, estaban incompletas y por el momento demasiado confusas. El recuerdo más cercano era uno donde yo estaba despidiéndome de mis muchachos, había sido un examen bastante difícil, pero confiaba en ellos, lo que hacía que confiaran en sí mismos. Pero el retumbar... primero un ligero movimiento, una alerta inesperada. Todos nos habíamos quedados quietos, tranquilice a algunos chicos pues solo era algo leve, pero igual, una advertencia no escuchada. Ni bien terminaba de procesar el asunto, un segundo y poderoso azote nos arrojó a todos del segundo piso, donde daba la clase.

Quería averiguar cuanto tiempo llevaba ahí tirado, desparramado y prisionero de las acciones naturales. La noche, bastante clara pero deprimente, se notaba demasiado activa. Aunque era más ecos en mi cabeza que voces comunes, podía escuchar gritos llenos de vida y esperanza como: “¡Aquí hay uno!”, “Sigan buscando”, “Escucho algo...”. Pero otros solo eran ahogados, deprimentes y llenos de impotencia: “¡No! ¡¿Por qué a mi bebe?!, por Dios, ¡no!”. Las piernas, enterradas en concreto, hacían retorcerme hasta morderme el labio para ignorar el dolor mayor. Durante gran parte de las catástrofes, siendo yo solo un espectador, siempre he escuchado las versiones buenas, las que te llenan de excitación y fe en la humanidad y el mundo en general. Pero no a todos les gusta escuchar el otro lado de la moneda, esa donde el dolor, el sufrimiento y la depresión están presentes. Y, oh Dios mío, jamás pensé llegar a vivirlo en persona.

No sé cuántos recuerdos suprimirá mi mente con el tiempo, pero temo nunca deshacerme de ellos. Mi mejor alumna, Monserrat, estaba debajo de mi escritorio. Un mueble de metal, viejo y semi oxidado, de al menos unos cincuenta kilos, aplastando el dorso de aquella niña de no más de trece años. No seré gráfico, pero entre tu y yo, preferiría no volver a tocar el tema. Hubiese llorado, pero mis resecos ojos no lo permitirían. Seguramente no habían pasado más de veintisiete horas, pero ya me encontraba deshidratado por el frio del cemento, y el polvillo terroso que se esparcía por el aire.
Mi cabeza daba vueltas, y en mi boca sentí aquel sabor oxido que solo algunos líquidos pueden tener, pues recién mi mente reaccionaba a ciertas heridas las cuales yo trataba de ignorar. En otro intento desesperado por desistir, pude ver un viejo calendario que un colega me regalo en año nuevo. En letras grandes y negras dictaba el año “2017”, sí... ese era el año. Septiembre del 2017. Las náuseas empeoraban segundo a segundo, mientras el sol se asomaba y desaparecía nuevamente, dando el paso a la luna.

Si algunos rescatistas andaban por allí, quizás estaban en líos y desesperados por encontrar a más sobrevivientes antes de que sea tarde. El hecho de que no me hubiesen encontrado, todavía, debía tratarse de que los escombros eran demasiados, y mi ubicación era profunda tomando en cuenta de que me localizaba casi en medio de toda la institución. Y tal como la sed se apodero de mí, el hambre empezó a querer hacerle competencia pues los gruñidos de mi estomago cada vez eran más anormales que el anterior. Mis labios estaban resecos y partidos. Intente gritar en varias ocasiones, pero simplemente era imposible, estaba afónico. No podía hablar, ni moverme, casi ni ver ni por poco escuchar. Era un ser que solo se mantenía cuerdo con el deseo de vivir, aunque fuese solo un espectador llegado a ese punto.
Voltease a donde voltease, me encontraba con más cuerpos sin vida de mis alumnos. Algunos tomados de las manos, otros hasta abrazados... Pero, Antonio, aquel niño de inocentes travesuras, quizás inquieto pero responsable niño se mantenía en el hilo de la conciencia y el otro lado. Aun le quedaban energías para aferrarse a su existencia. Antonio no estaba siendo obstruido por nada, pero lo más probable es que se haya llevado algún golpe interno por el fuerte descenso. Sus ojitos, cafés naturales, irritados por el tiempo atrapado, me observaban de forma atenta. Hizo una mueca de dolor, quería ahogarse en llantos de ser posible. Yo pensaba igual, y no podía dejarlo ahí sin más. Por lo que, haciéndoles señas con mi mano libre, hice ademanes débiles para que tratara de acercarse.
El pequeño no se negó. Su camisa se levantó de forma leve, pero suficiente para mostrar unas terribles marcas moradas e hinchadas. De reojo, Antonio no tenía muchos daños, pero a fondo, le estaba tocando un peor destino que sus viejos amigos: Vivir y estar consciente en el mar de la desesperación, sin poder hacer nada más allá de esperar. Sus brazos se movían de forma torpe, temblorosa y sin energía. No resistió mucho antes de rendirse en pleno camino. Pero teníamos camino suficiente como para que nuestros brazos pudiesen tocarse, por lo que decidimos tomarnos de las manos. El niño, con manos rasposas, lagrimeaba. Quizás de rabia, quizás de crisis. No lo sé. Solo sé que las palabras que con esfuerzo logro pronunciar no las dejare en el vacío de mis pensamientos. No... nunca más:
- Profe... – Era una voz rota, pero audible en el sufrimiento. Con pausas, para evitar algún desmayo por el esfuerzo apresurado. – No quiero... estar más tiempo... aquí... – Se quedo pensando, perdido entre recuerdos o en la vida que le esperaba. –Siento que... pronto dejare de estar aquí... Tengo miedo... Mi mamá... – Y Antonio rompió en sollozos. Apretó mi mano tanto como pudo, y así, después de horas de resequedad, mis ojos finalmente soltaron todas aquellas malas emociones que ya estaban acumuladas en mi ser.

Trate de mantenerme firme, mi mano que estaba clavada hace mucho que había dejado de sangrar, hasta imagine que pudo llegar el momento donde después de la sangre, chorrearía el agua de mi cuerpo. Pero creo, nunca paso. A lo lejos, o tal vez más cerca, escuche ladridos. Perros... Canes... ¡Perros rescatistas! Ellos podrían encontrarnos en menor tiempo que las nobles personas que aportaban su fuerza con tal de rescatar a nosotros las víctimas.
Mire al pobre pequeño, quien ya estaba dormido... Por favor, que solo estuviese dormido. Que no haya ocurrido nada más ahora que teníamos esta última luz de esperanza. Mi piel estaba erizada, chille con la maldita voz afónica que portaba. Pero los perros no se escuchaban cerca. Fue ahí cuando lo recordé, un documental de supervivencia que daba consejos en caso de quedar varado en una montaña. Un consejo que servía de apoyo a los perros de rescate:  Orínate. El orín era útil para encontrar a las personas más rápido. Siendo yo un adulto de no más de treinta y tantos años me sentía un infante con solo pensar en orinarme en los pantalones. Pero mi vejiga lo pedía a gritos. Mis riñones lo suplicaban, el niño adormitado a quien sostenía firmemente con mi mugrosa y áspera mano lo necesitaba... Yo lo necesitaba. Y corrió, tan rápido y tan pronto como una persona lo soltaría después de un largo viaje de carretera. Mi placer fue tanto que perdí el conocimiento a los pocos segundos. Pero con tiempo de sobra de consciencia para escuchar el sonido del silencio. Los rescatistas y los locales se habían callado con tal de encontrar a uno más...

Vi el sol nuevamente, sentí el calor por momentos. Pude apreciar el uniforme de mis salvadores, pude ver los rostros modestos y llenos de fascinación de los pueblerinos de la ciudad. Vi a algunos conocidos... a padres de familia. Observe de manera leve a personas levantando escombros, soldados y marines con perros rescatistas. Mujeres, hombres y niños llorando... de alegría y de tristeza. Y no supe más. Ya no importaba. EL sismo ya había ocurrido, el dolor estaba sucediendo, para muchos, estaba terminando. Ignoraba la presencia de Antonio, no sabía que ocurrió con él. Mejor, probablemente, seria dejar eso por el momento. Ya tampoco importaba, pues finalmente, después de horas de estar en ese frio infierno, yo también deje de sentir dolor.

Ángel Daniel Sánchez Landero
29/Marzo/2021 - 31/Marzo/2021

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