Relato VII: Aquel Que Yace Eternamente

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En el abismo de la existencia humana, ¿Qué es lo que yace en el vacío?

Hasta hace unos días, esa pregunta era una incógnita constante para muchas personas alrededor del mundo. Normalmente muchos plantean la cuestión por la infinidad de eones que separan a la tierra de aquello que siempre ignoramos. Nos cerramos ante muchas ideas y tomamos contadas "verdades" como absolutas... el agente Pinkerton no era una excepción. Por ello, cuando estaba finalmente cara a cara con ese tipo tan pálido, no pudo disimular un gesto de repugnancia. Pues, si algo es cierto, es que muchos odian que nos digan nuestras verdades, pero de igual forma tememos por todo lo que no comprendemos.

Pinkerton había tenido una larga charla con sus compañeros y el personal que formaba a la agencia, y no habían podido obtener nada de información acerca del sujeto que ahora tenía enfrente. «De ese chico n-no... no hay nada. En ningún registro. E-ese tipo, por más loco que suene, no existe. No hay huellas dactilares, las muestras de ADN no muestran resultado alguno... y ni siquiera pareciera tener temperatura corporal... Pinkerton, ¿crees que tenga algo que ver con lo de...?», es lo poco que el oficial Torres alcanzo a decirle al agente antes de que este partiera de la oficina para dirigirse a la sala de interrogatorios con el expediente de captura en mano.

Al investigador no le cabía duda, todo era cierto, y esto no lo tranquilizaba, el sudor frio que caía en sus ojos irritados lo delataba. «Ni siquiera su captura tiene coherencia...» pensó Pinkerton para sus adentros. El tipo de negro, a quien Pinkerton empezaba a llamar Nemo para siquiera tener algo de razón a la que aferrarse, no había dicho mucho desde que llego al edificio. Tan solo unas oraciones en susurros casi ininteligibles como «¿Qué es todo esto?», «No debo estar aquí...» o, cuando se le trataba de hacer una interrogante soltaba un leve «No recuerdo...» o «No lo sé...».

Nemo había sido encontrado deambulando en los pastizales dentro de un terreno que, según los locales, desconocían existencia alguna. Fue un nómada ya conocido por el pueblo quien lo observo alejarse entre la hierba, en el momento justo cuando ocurrió el accidente en las fabricas chocolateras, aquel accidente que arraso con casi tres hectáreas de la zona sur del pueblo, destrozando la vida de centenares de personas. El nómada, identificado como Edgar McQuillan, dijo en su testimonio que él no se consideraba como una persona religiosa, incluso podía decir que rayaba en el ateísmo, pero que el solo ver al tipo de negro le convenció de algo: «Ahora sé que el diablo existe, lo supe desde que el odio, el miedo y la rabia venía a mí con estar ante la presencia de ese tétrico sujeto. El demonio ahora está entre ustedes, y temo por el problema en el que ahora me he liado.»

Según el reporte, McQuillan ataco al sujeto por la espalda con una barandilla con pedazos de concreto incrustado, pero que, contrario del daño que le hubiera causado a una persona común, Nemo no se había inmutado. Detuvo su caminar y dirigió una mirada filosa al nómada. La descripción de McQuillan fue la siguiente: «He visto ojeras profundas y oscuras en personas antes, fui maestro hace muchos años y mis alumnos tenían una gran variedad, p-pero las de e-ese demonio negro no se compara con nada. Y... c-cielos, sus pupilas... hay algo que no termino de asimilar en ellas... había algo en ellas. Creo que podría decir que se asemejaba a un rostro, pero n-no he visto una cara así en toda mi vida. Y bueno, digo eso sin decir lo malditamente extraño que es ver eso en los ojos de alguien».

El nómada, congelado ante el siniestro hombre perdió las fuerzas en las piernas y cayo arrodillado, sin dejar de ver el susodicho rostro en los ojos de Nemo. Sin embargo, fue este quien termino cayendo desmayado en el rasposo monte que les rodeaba, quitando de trance a McQuillan. A pesar de que le tomo varios minutos reaccionar y otros tantos en mover el cuerpo del tipo de negro, logro llevarlo a su camioneta y traerlo a la comisaria, donde, a pesar de no tener pruebas contundentes para retenerlo, no dudaron en mantenerlo ahí cuando todos empezaron a asfixiarse en el miedo que la presencia de Nemo ocasionaba.

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