Capítulo 1

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Måy despertó bruscamente con el llanto de su hermano pequeño. Se levantó de la cama de prisa, y corrió descalza por el gélido suelo de piedra hasta llegar a la habitación contínua, donde el niño rubio de cinco años sollozaba desconsoladamente. Le abrazó, estrechándolo fuertemente entre sus brazos, susurrando que ya estaba allí, que todo iba bien. Otra pesadilla. Llevaba teniéndolas desde que comenzó el Acecho.

Aicnarongi. Así le llamaban. Una masa oscura, silenciosa y letal; que avanaba lenta pero incesablemente, marchitando los árboles y destrozando las cosechas, sin dejar más que muerte a su paso. Y se acercaba; Måy lo sabía. Lo podía deducir por el Miedo que se cernía sobre Ragoh. Las ovejas habían dejado de balar, los pájaros habían emmudecido. Los niños ya no reían, y horribles pesadillas les acechaban por las noches. Los pueblerinos ya no conversaban animadamente, como antaño. La música ya no afloraba en la garganta de Måy, antes tan presente y deliciosa; que a menudo todo el pueblo se sentaba en torno a ella para escucharla, en completo silencio, saboreando cada delicada y perfecta nota. Llevaba meses sin cantar.

Siguió abrazando a su hermano hasta que este se durmió; entonces le tumbó cuidadosamente de nuevo en su cama, arropándole con suavidad. Todavía faltaban al menos tres horas hasta el amanecer, pero Måy no necesitó tumbarse para saber que le iba a ser imposible pegar ojo. Así que se calzó unas botas, se abrigó, y salió a dar un paseo bajo la luna. El pueblo dormía, y el silencio era absoluto. Los grillos hacía mucho que habían dejado de cantar.

Hundió las manos en los bolsillos de la inmensa cazadora. Había pertenecido a su padre, y se la regaló a Måy justo antes de partir en busca de alguna manera de combatir a Aicnarongi, prometiéndoles que volvería pronto.

Hacía tres meses de aquello. Los hermanos eran mantenidos por todo el pueblo: alguien aportaba leche, el otro ropa de abrigo, algo de ganado, huevos... aun así, May había comenzado a trabajar para saldar las deudas que, aunque nadie reclamaba jamás, tenía. Esquilaba las ovejas, trabajaba los huertos, alimentaba las gallinas, sembraba y recolectaba las cosechas. Iba de un lado a otro, ayudando en lo que pudiera, sin pedir nada a cambio; y eso la hacía sentirse mejor. Por suerte, su hermano era bastante espavilado, y no necesitaba la constante atención que Måy no le podía dedicar; limitándose a corretear por el pueblo con los demás niños, manteniéndose dentro de los límites pactados con su hermana.

Måy anduvo hasta las afueras del pueblo nevado, adentrándose sólo un poco en el bosque, hasta su sitio secreto: un claro con un acantilado. Lo descubrió el día que murió su madre, cuando su hermano era sólo un bebé. Incapaz de aguantar el dolor, corrió, a pesar de los gritos de su padre, adentrándose por primera vez en el prohibido bosque; y de pronto se halló allí. Se sentó al borde del acantilado y lloró durante horas, hasta que no le quedaron más lágrimas. Entonces regresó a casa, temiendo no volverlo a encontrar. Pero cuando otro día quiso regresar, no tuvo problemas en hallarlo: era como si el claro deseara ser encontrado, y el camino hubiese quedado gravado en su memoria. A partir de entonces, visitó muy a menudo aquél lugar, sobretodo cuando se sentía mal o quería estar sola. Le confortaba la idea de que sólo ella supiera de su existencia; era agradable tener algo únicamente suyo, después de compartirlo todo con su hermano y los vecinos.

Como siempre, se sentó al borde del acantilado, observando la inmensa luna creciente, y respiró. El aire gélido invadió sus fosas nasales, haciéndola sonreir...

***

Despertó con un sonido de cuerno que retumbó entre los árboles. ¡Sin darse cuenta se había quedado dormida! La cornada sonó de nuevo. Era el sonido de convocatoria en la plaza. Algo realmente importante debía haber ocurrido. De un salto, se puso de pie. Hacía tiempo que no temía caerse al vacío. Levantó la mirada. Por la posición del sol, debía de ser poco antes de medoidía. Todavía no podía creer que hubiese dormido tanto. Otra cornada. Echó a correr, y en menos de cinco minutos estaba en la plaza, donde todos los vecinos se reunían entorno a algo que desde su posición Måy no acertaba a vislumbrar. No le costó mucho abrirse paso entre el gentío, que parecía más bien atemorizado, y cuando finalmente pudo ver qué observaban todos, casi se cae al suelo de la commoción.

En el centro de la plaza había una gran esfinge alada.

En busca de NoicåcūdĕDonde viven las historias. Descúbrelo ahora