Capítulo 4

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Todo el pueblo colaboró en la preparación de la travesía de Måy. Edmund, el pastor, le regaló una gruesa manta de lana y dos grandes quesos de oveja. El carnicero, Krop, le llenó la bolsa de cecina y embutidos, y su hermano gemelo, el agricultor Crop, le regaló una guía de plantas comestibles y algunas frutas y verduuras que tardarían en marchitarse. La vieja curandera le dió ungüentos y hierbas medicinales. El herrero le proporcionó una afilada daga de plata acabada de forjar; y el hijo del cazador, Ovreic, le prestó sus botas de caza, muy cómodas y de sorprendente ligereza por lo resistentes que eran, además de un arco tallado por él mismo con sus respectivas flechas y carcaj.
Además, Oona, la mujer del jefe, insistió en prepararle una suculenta cena a base de proteínas para darle fuerzas para el camino; y en cuanto Måy no pudo comer ni un solo bocado más, la obligó a ir a la cama, alegando que debía descansar.
De camino a casa, cargada de regalos, se despidió de sus vecinos tan efusivamente como Oona, insistente, le permitía, sin cesar de dar gracias a todos. Cuando por fin llegaron a la modesta choza, la mujer le prometió que se haría cargo del pequeño, y, tras darle un rápido beso en la mejilla, la dejó sola frente la entrada.

Lo primero que hizo Måy al entrar fue desprenderse de su pesada carga, dejándola caer en el suelo a dus pies. Inmediatamente descartó la mitad de los regalos: las hierbas medicinales y la guía le serían útiles, pero las verduras pesaban y ocupaban demasiado: su peso sólo la ralentizaría. Por la misma razón conservó la manta de lana, la daga y la mitad de los embutidos, pero descartó el queso. Todo lo de Ovreic fue conservado.
Cuando hubo acabado, dispuesta a irse a dormir, escuchó unos ligeros pasos a su espalda y una vocecita familiar:
-¿Te vas?

Su hermano estaba plantado en mitad del pasillo, en pijama y con el pelo rubio alborotado. Su rostro tenía una expresión triste y confusa que provocó un nudo en la garganta de Måy. Esta suspiró, tratando de encontrar palabras tranquilizadoras, alguna justificación, algún consuelo...
-Chiquitín...-fue lo único que pudo decir. Apenas había pensado en que partir supondría dejarlo atrás. Como su madre. Como su padre. Ahora se daba cuenta de lo difícil que iba a ser.

-¿He hecho algo mal? -prosiguió el niño, con lágrimas en los ojos- ¿Ya no me quieres?

-¡Cómo puedes decir eso! -exclamó Måy, con la voz entrecortada- ¡Te quiero más que nada en el mundo! ¡Siempre te querré! ¡Aunque hubieras hecho algo mal, te seguiría queriendo!

-Entonces, ¿por qué te vas?

-Por eso, porque te quiero. -repuso Måy- Y quiero que te hagas mayor, seas feliz y estés a salvo. Y que dejen de atormentarte esas horribles pesadillas para siempre.

-¡Pero yo no quiero que te marches! -exclamó el niño, sin comprender

-Tranquilo. -le tranquilizó su hermana- No estarás solo. Oona te cuidará, igual que todos los vecinos. Y te prometo que volveré.

El niño la miró en silencio unos segundos.

-Eso es lo que dijo papá.

Måy sintió una punzada en el pecho.

-Pero yo te lo prometo de verdad. -replicó. El niño corrió hacia ella, y la chica lo estrechó muy fuerte entre sus brazos- De verdad.

En busca de NoicåcūdĕDonde viven las historias. Descúbrelo ahora