Nueve

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La música salía suave y ligera desde el quinto piso de departamentos de la segunda avenida más concurrida de París, y cualquiera que lo hubiera escuchado quizá hubiese pensado que se trataba de una solitaria mujer llorando sus penas con una playlist de canciones tristes, tumbada en el piso de la sala con la pijama mal puesta.

Pero a diferencia de lo que la lírica decía, se trataba de una muy feliz azabache que cantaba a todo pulmón y saltaba de un lado a otro del apartamento con una sonrisa en el rostro y harina en el cabello.

No pasaban de las nueve de la mañana, pero desde las siete, Marinette había despertado especialmente de buen humor, con ganas de comerse al mundo, y ahora mismo bailaba sin apuro mientras revolvía un tazón de betún azul, usando ocasionalmente el mango del cucharón como micrófono.

Estaba tan feliz que incluso cantó esa vieja canción que León Sevilla le dedicó unos meses atrás, cuando recién comenzaban a salir y él insistía en que el funk era mejor que la música que ella escuchaba, y le mostró ese álbum que por alguna cuestión él siempre le presumió pero jamás dejó que ella tocara.

Pero ahora, la canción revoloteaba por todo el lugar, metiéndose bajo los sillones y colándose entre las carpetas llenas de diseños, empapando las primeras horas del día de Marinette. Y para sorpresa de todos, la canción no le dolía.

Mejor aún, ni siquiera recordaba quién se la había puesto por primera vez.

Ahora sólo le preocupaban dos cosas: la primera y más importante, no quemar los pasteles que se cocían dentro del horno, y la segunda, disfrutar del día libre que unas tuberías obstruidas en la oficina le habían obsequiado.

Se sentía tan libre y pura que ni siquiera había reparado en ducharse. Además, sabiendo cómo era que trabajaba con la harina, hubiera sido un desperdicio de agua.

Sólo sus amigos más cercanos conocían ese dato de ella, pero resultaba ser que Marinette en realidad era una excelente repostera. ¿Y cómo no habría de serlo si sus padres eran unos de los mejores panaderos de toda París?

Cuando era niña, Tom, el padre de Marinette, se jactaba frente a sus conocidos diciendo que la primera palabra de la azabache había sido "pan", y aunque todos dudaban de que ello fuera cierto, a los señores Dupain-Cheng eso les llenaba de orgullo.

Su madre presumía que la pequeña había aprendido a hacer galletas antes de saber siquiera escribir, y la niña siempre llegaba a las fiestas de cumpleaños con algo sumamente exquisito y recién salido del horno con lo cual conquistar el paladar del resto de los invitados.

Su especialidad era el pastel de avellanas, y ahora mismo el betún azul que cargaba en brazos cual bebé habría de adornar su más reciente creación: un pastel de avellanas, fresa y nuez.

La chicharra del horno sonó, y la azabache se vio obligada a regresar a la cocina, dando brinquitos y meneando las caderas como si estuviera en un festival de samba.

La puerta del horno se abrió y en cuanto el humo y vapor de dentro salió, todo el apartamento se llenó de un delicioso aroma que habría vuelto loco hasta al crítico más experto.

Tomó el molde con sus guantes en forma de vaquita y lo llevó hasta la barra de la cocina, dejando que el aire lo enfriara para poder acabar con su preparación.

A Marinette le gustaba pensar que el arte podía encontrarse en todos lados, desde los más grandes museos de París hasta en la forma en que su padre enrollaba la masa de los cuernitos. Y le encantaba creer que su talento para hacer pasteles iba de la mano con su amor por el diseño.

Y cómo no pensarlo, si al final de todo, así había descubierto que quería ser diseñadora de modas.

Nadie está para saberlo, ni ella para contarlo, pero Marinette había encontrado su gran amor por la moda gracias a una galleta de mantequilla.

Yes, I do.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora