Maldito David Nicholls. Es su culpa que odie la lectura. Es su culpa también que mi vida sea un desastre. Lo hago responsable por ser tan bipolar. Al menos eso quiero creer. Que él es el culpable de todo.
Cuando estaba en la primaria, supe que tenía dificultades para poner atención. Desde muy temprano en mi vida pensé que fracasaría en todo. Pensé que no terminaría la escuela. Lloré por creer que repetiría la historia de Lizania, mi madre.
Ella fue una gran persona, de noble corazón, siempre y cuando la dividiera en unas cuantas partes. Al final, cada quién es un cúmulo de fragmentos que se compaginan para construir un solo ser. Como es de suponer, no todas las piezas son perfectas. Algunas hacen que desde cierto perfil nos miremos muy malos. Se trata del prisma que nos constituye. En él se asimilan las experiencias vividas. Y hay algunas tan fuertes que nos marcan por siempre, para bien o para mal. Algunos les llaman heridas. Dicen que deben ser sanadas. Yo las veo como una arista forjada de nuestra polimórfica esencia. Verlas como un enemigo nunca me ha parecido bien.
Una de esas aristas tan feas que se formaron en mí se creó cuando apenas era una niñita de cinco años. Es algo por lo que mi madre me ha llamado mentirosa, pero estoy segura de que no lo imaginé. Visitamos a mi abuela lejos de la ciudad en que vivía. Un viejo amigo de la familia a quien recuerdo como Pacheco fue quien nos hizo el favor de llevarnos y traernos. Pacheco era un mecánico que se hizo dueño de un taller. Gracias a ese trabajo se había conseguido una camioneta Toyota de un estado deplorable. Sin embargo, para entonces, era muy difícil que una familia humilde tuviera un vehículo.
Pacheco tenía una prominente panza, y su ropa siempre estaba manchada a causa de su trabajo. Ese día lucía diferente, incluso sentí el perfume que usaba. En su rostro, lo más llamativo, era el color de sus ojos, verdes y brillantes. Cuando volvimos a casa, el sueño me dominaba. Mi cabeza se balanceaba de un lado hacia otro. Sin embargo, no quería dormirme. No quería porque, aunque no entendía muchas de las cosas que Pacheco le decía a mamá, podía deducir sus intenciones.
Mi mamá usaba un vestido ajustado que la cubría un poco más arriba de la rodilla. La imagen de ver la mano derecha de Pacheco, llena de pelos, callos y unas cuantas cicatrices, subiendo por su pierna mientras la desvestía, me sigue pareciendo la de un monstro. Aún pasea por mi mente el recuerdo de Alfonso, mi papá, y la culpa que sentí cuando lo miré aquella noche al llegar a casa. Como testigo, me adjudiqué parte de la traición, me creí una miserable cómplice.
Más tarde, el efecto de aquel remordimiento se disipó cuando vi llorar a mi madre porque papá la había traicionado. Para entonces, recién había cumplido los siete años. Una arista se había terminado de formar y una nueva empezaba.
Apareció luego, Roberto, mi padrastro. Y éste, cuando me vio crecer, sintió lujuria por mí. Tenía tan solo diez años cuando hizo el primer intento de violarme. Aquel intento, como todos los que le siguieron, fue frustrado. Pero en cada intento parte de mi dignidad se marchitaba. ¿Cómo se rehace una flor después de arrugarse sus hojas? Lo que más dolía de aquello es que cuando tomé el valor de decirle a mamá, ella no me creyó.
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Llegaste tarde
RomanceUna chica caracterizada por su impuntualidad enfrenta un cambio drástico en su vida cuando adquiere su primer trabajo. El amor le impulsa a crecer humana y profesionalmente, pero la vida insiste en darle lecciones sobre el tiempo, puesto que la pers...