XI - Amanda 6

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¡Me odiaba!

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¡Me odiaba!

¿Cómo pude rechazar a Jeffrey?

Pero a la vez, ¡me amaba!

Mi hermano merecía eso. Merecía lo mejor del mundo. Estaba siendo la hermana que debía ser.

Pude arriesgarme, lo sé. Pude acordar la cita antes, y quizás estaría a tiempo en la presentación de mi hermano. Pero, ¿a quién engañaba jugando a abarcarlo todo? Algo podía salir mal, sobre todo con mi afán de andar por la vida siendo impuntual. Debía hacerlo así.

Además, la satisfacción que sentí al escuchar cantar a mi hermano no tiene comparación. Su voz era bellísima y sus dedos tenían el don de crear los arpegios más bellos que pude haber escuchado. Haber estado ahí me consoló.

El lunes, cuando volví al trabajo, tenía la esperanza de volver a platicar con Jeffrey y reiniciarlo todo. Sin embargo, hubo un detalle que me hizo sentirme angustiada: no había contestado ninguno de mis mensajes. Cogía fuerza en mi mente la idea de que estuviese enojado conmigo.

Cuando volví a mi puesto de trabajo me sorprendió encontrar en el área de recepción de materia prima, polines cargados de nuevos cortes, con colores muy llamativos. Se trataba de un verde limón, un salmón, un blanco hueso y rojo coral. Eso inyectaba cierta sensación de libertad. Cuando empezaron a costurar las prendas, los colores se fueron desperdigando por todas las líneas poco a poco, y parecía que las estaciones recorrían nuestra planta con la libertad de una golondrina: verano, otoño, primavera e invierno. En lo personal, me encantaba ver inundadas las mesas de trabajo con piezas de color blanco. Bastaba entrecerrar un poquito los ojos y poner una pizca de imaginación para ver la nieve abarrotada. Se producía una sensación tan real que hasta sentía el frío.

Hubiese sido lindo ver a Jeffrey caminar entre la nieve para acercarse a mí. Platicaríamos un rato hasta que notara que tenía frío, y se ofreciera a abrazarme. Sus brazos envolviéndome me hubieran hecho la mujer más feliz de este planeta. Sin embargo, él no aparecía. Temí que lo hubiesen despedido.

— ¿Sueñas despierta, querida amiga? —preguntó Adela, quién seguro notó que mi mente se había perdido en quimeras.

—Te estás perdiendo de conocer al nuevo auxiliar. Es un espectáculo —agregó Ramona, cuya facilidad para reírse de todo aún no terminaba de comprender.

—Mira al chico que mueve los bultos en las mesas de inspección al final de la línea —insistió Adela.

Reconocí a un joven de piel blanca y buena contextura. Se movía de forma torpe, acelerada, sin escatimar el alcance de sus decisiones apresuradas.

—Apuesto que se le cae la mitad del bulto antes de que llegue al polín —dijo Adela, con una risita ahogada.

—Y yo apuesto a que se tropieza con el polín —repuso Ramona.

Nos quedamos observando la forma en que ató el bulto. Tenía mucha fuerza, pero hacer nudos no se le daba bien. Rompió tres tiras de tela antes de que pudiera lograr el amarre. Luego se echó el paquete al hombro. Notamos cómo había quedado mal compactado. Una pieza se estaba saliendo. Antes de que comenzara a caminar, la chica de la mesa de inspección le advirtió sobre la pieza. Puso el bulto en la mesa nuevamente y reacomodó la pieza sin deshacer el nudo.

Llegaste tardeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora