XIII - Amanda 7

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Febrero no era un mes cualquiera

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Febrero no era un mes cualquiera. El recuerdo de mi papá se asomaba a mi ventana, a través del sonido de las gallinas y los cerdos en mi patio. Para entonces celebrábamos su cumpleaños. Por dicha razón, mi tío Fermín nos llamaba. La diferencia de aquella llamada con el resto es que era ilimitada. Su presencia en nuestras vidas, simbólica al menos, por la distancia, sustituía el amor paterno que la familia necesitaba. Hablamos de muchas cosas. Mi mamá expresó lo mucho que extrañaba a papá. También agregó lo agradecida que estaba con que yo le ayudara en la economía del hogar. Escuchar eso me confortó muchísimo, sobre todo porque, cada día que me alejaba del hogar se hacía más largo de lo que creía, y yo en verdad los extrañaba. Es una pena que mi mamá se guardara ese tipo de palabras para esas ocasiones tan remotas. Cuando se ponía sentimental, terminaba llorando, y yo lloraba con ella. Estoy consciente de que hasta este punto no te he dicho su nombre. Creo que es el nombre más hermoso del mundo: Esperanza. Es curioso que siempre haya sido para mí una agente de desesperanza. A pesar de todo, creo que desempeñó un buen papel de madre, aún con sus defectos. Podría hacer una lista interminable de las veces que me demostró su amor, un amor silencioso, sin palabras, pero lloraría tanto que no terminaría de escribir lo que quiero contar. Hablar con mi hermano aquella noche, donde nos reconciliamos, me hizo comprender que el lenguaje de amor de mamá no se basaba en las palabras. Desde entonces recordé cada detalle que tuvo conmigo, y concluí que en materia de sentimientos y de demostraciones de amor, había sido muy puntual. Quizás por eso se había vuelto tan exigente conmigo. Ella sabía que podía dar más. Y yo estaba descubriendo eso. Sentir eso por mamá es algo que debo agradecer a mi hermano. Hablando de él, también se emocionó compartiendo con mi tío los muchos avances que había conseguido en la música. No puedo retratar con palabras la intensidad en su mirada cuando contaba las experiencias de sus tocadas con el grupo en el que participaba. Mi tío, por su parte, mostraba sincero interés por escuchar cada detalle de lo que contábamos.

Cuando llegó mi turno, sentí un poco de pena. La monotonía de mis días no era tan fácil de transmitir. Aunque yo disfrutara mucho mis avances para convertirme en una operaria 100%, hablar sobre un trabajo tan repetitivo no era tan interesante. Para mi tío, sin embargo, sí que lo era. Preguntó cada detalle de mi puesto. Incluso quiso saber el tipo de luces que usaban en la empresa. Me hizo contarle sobre la frecuencia con la que movían las máquinas y volvían a pintar las líneas en el piso para organizar las áreas. Hasta entonces reflexioné sobre la dinámica cíclica de un trabajo como aquel.

—Cambian los ingenieros y los supervisores. Cada uno viene con sus ideas y están convencidos de realizar un cambio. Re imaginan la distribución y modifican sus diseños. Borran las líneas amarillas y vuelven a pintarlas según su nueva forma de organizar el trabajo. Luego, los resultados, avalarán lo realizado, o cavarán su tumba. Un tiempo después vuelve a pasar. El operario dice "He vuelto a donde estaba antes". Pero esa es la dinámica, hacer y rehacer, no importa si alguien antes lo había intentado. Es el líder el que hace la diferencia. Y con esa bandera se suceden uno tras otro los soñadores, hasta que uno de ellos triunfa, lo ascienden. Y así se repite el ciclo hasta que la empresa muere —reflexionó, ecuánimemente, mi tío.

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