El carruaje iba sin prisa, tirado por cuatro caballos que trotaban con elegancia.
Dentro del carruaje iba el duque sosteniendo a Alan en su regazo. El llanto de su esposo se había detenido y ahora se removía inquieto sobre él provocando una reacción visceral en él.
—Su Excelencia— la voz ronca de Alan provocó que el vello en su nuca se levantara— No era mi intención llorar sobre usted.
—Llorar está bien— los labios del duque rozaron la frente suave de su esposo.
El aliento de Alan se quedó atascado en su garganta. Sus ojos púrpura se clavaron en la cicatriz que cruzaba la mandíbula de su marido, preguntándose, cómo un hombre tan grande podía convertirse en alguien tan dulce en la intimidad. Las manos de Alan temblaban a causa de las sensaciones que se amplificaban en su corazón.
Alan sabía que debía sentarse en el asiento del carruaje, sin embargo, quería quedarse unos minutos más bajo el cálido aliento de su marido. Su delicada mano sostuvo con fuerza la chaqueta negra de su esposo y así se quedó hasta que el carruaje entró por el camino de grava que llevaba hasta el majestuoso castillo del duque.
Alan se enderezó en el regazo de su esposo. Estaba tan ensimismado en la vista que no reparó en el siseo de dolor que emitió su marido. El castillo parecía flotar sobre una colina de pasto verde y brillante. A pocos metros del castillo se podía escuchar el oleaje del mar y el olor a agua salada y sol inundaba el lugar. El castillo no era tan grande como palacio, pero tenía hermosas torres de mármol oscuro con techos de tejas rojas. Frente al castillo habían rosales de distinto color perfectamente podados y en las esquinas crecían flores de un color rojo impresionante. Alan nunca había visto esas flores, pero le recordaban a las rosas violetas que crecían salvajes en su hogar.
El carruaje se detuvo en una escalinata de mármol con pasamanos de oro pulido. El duque puso con cuidado a Alan a su lado antes de respirar profundo y salir del carruaje. Un lacayo esperaba sosteniendo la puerta del carruaje y otro ya había llamado a la puerta del castillo. El ama de llaves y el mayordomo esperaban fuera del castillo, ambos con sendas caras agrias y Margo, que en ese instante bajaba del carruaje del servicio suspiró con pesar.
El duque extendió la mano hacia el interior del carruaje. Una delicada mano enguantada se posó en la poderosa mano del duque, revelando luego una esbelta pierna y una cabeza de cabello y orejas tan blancas como la nieve. A la luz del sol, la piel pálida del esposo del duque brillaba dorada y sus ojos púrpura tenían motas azules.
Ambos avanzaron hasta la entrada hasta toparse con los sirvientes que esperaban en la puerta. Los dos hicieron una reverencia.
—Sus excelencias— dijeron ambos antes de indicarles que entraran.
En el largo pasillo de entrada habían diferentes pinturas de paisajes y varios jarrones antiguos llenos de rosas frescas. Una alfombra dorada recorría el suelo de mármol y se perdía en el enorme castillo.
Una fila de sirvientes esperaban a un lado del pasillo con la mirada al frente.
—La duquesa querrá conocer al servicio— habló entre dientes el ama de llaves.
Aunque a Alan no le importó que lo llamaran de forma femenina, a su esposo pareció molestarle sobre manera.
—Es mí esposo. No es una duquesa— sus cejas afiladas como espadas, se juntaron arrugando su poderosa frente.
—Mis disculpas, su Excelencia. Por favor, calme su ira.
El duque asintió y después la regordeta mujer empezó a presentar a cada uno de los sirvientes. Entre ellos, algunos miraban a Alan con indiferencia, otros con admiración y muchísimos otros con odio intenso. Entre los sirvientes una joven menuda sonreía con suficiencia. Su cabello era corto y de color rubio. Tenía ojos afilados como de serpiente y un cuerpo exhuberante. Alan la observó con sospecha.
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El Esposo del Duque
RomanceEn un mundo al borde de la guerra, dos hombres de distintos reinos son obligados a casarse para sellar una frágil paz. Pero lo que empieza como un matrimonio de conveniencia se convierte en una pasión ardiente que desafía las leyes y las costumbres...