Capítulo 8: ¡Suelten las amarras!

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Salieron hacia la carretera, la camioneta solo podía alcanzar 150 kilometros por hora, pero, por la rápidez con que iba, cualquiera pensaría que alcanzaron los 300.

Llegaron a un puerto donde no había más que tablones por todos lados, sin una sola persona trabajando, desolado, desierto. Alguien silbó y de una choza maltratada salieron 4 personas empujando un bote hacia la orilla

Todos se subieron y se dirigieron hacia el horizonte, mientras Gabriel podía mirar, solo por episodios, cada momento; cerrando y abriendo los ojos constantemente en su somnolencia:

-Ch..., duerme...

...

Volviendo a los escombros de la antes sala de tortura, una brigada de personas, vestidas todas de negro, empezaron a levantar los restos para llegar al sótano.

Vieron el mensaje, se quedaron asombrados, asustados y temerosos de que alguien pudiera ser capaz de hacer tanto daño, tanto macabro dolor:

-¡Señor! Logramos acceder.

-¿Qué encontraron?

El soldado se quedó pensando la manera adecuada de decirle lo que vio, no sé si por miedo a la escena o a la reacción de su superior:

-Habla soldado -le ordenó.

-Señor, encontramos al doctor Tiryon.

-Llévame.

Descendieron, para encontrarse con el pasillo tan oscuro como una boca de lobo, de hecho eso era:

-¡Luz!

Se iluminó el cuerpo del doctor, todo rojo, decapitado y enganchado en la pared, con su cabeza en el suelo y sus ojos blancos abiertos, con la sangre desbordándosele de la boca, la nariz y su cuello quebrado.

Todos los soldados se echaron hacia atras, asustados, impresionados y perplejos, pero no el jefe... él se quedó mirando fijamente el cadáver, carente de toda expresión o asombro:

-Dios quiso que los hombres fueramos seres vengativos.

Todos los uniformados lo miraron, confundidos:

-General, una llamada para usted.

Se volteó el oficial y la luz sacó a relucir su inquietante rostro:

-General Marcio Cabral al habla.

Por alguna extraña razón no pude ver quién era esa persona con la que estaba hablando, pero pude escuchar su voz, era una mujer, algo distorsionada, parecía como si no quisiera ser identificada:

-A sus ordenes señora. Diríjanse al árbol, tenemos que cortarlo.

Los soldados trasladaron una enorme máquina, llena de sierras, seguetas y todo tipo de herramientas filosas. La enfrentaron al gran árbol.

El tronco crujió fuerte, el estruendo causado por la máquina era tan molesto como un rayón persistente en una pizarra.

Los navegantes en el bote lo sintieron, como si estuvieran cortando sus propios cuerpos, cada corte, más profundo, más hondo y tajante que el anterior, hundiéndose en la madera... y la carne.

Todos sufrieron un dolor apretujante en el pecho. Al voltearse pudieron ver cómo el último bastión de la naturaleza conocido por el hombre caía en picada hacia el suelo, impactando el mismo con un estruendoso golpe.

Fue de notarse el sensible tacto que tuvo en ellos la caída del veterano rebelde. Muchos de ellos lloraron por fuera, fervientes de impotencia, mientras otros lloraron por dentro, ahogados en la ira.

-Ya está hecho señora -dijo el General al teléfono.

Podía escuchar, intrigado, como la voz le dictaba una serie de datos que no alcancé a entender claramente:

-¡Teniente!

-Si, señor.

-Aliste la marina de guerra. Zarpamos a la mar.

La risa de la hienaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora