El Corralito

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"Lo gracioso es que estando afuera de prisión era un hombre honrado, recto como una flecha. Tuve que entrar en prisión para convertirme en un criminal." – Tim Robbins

Capítulo 8: El Corralito


Cristopher corría a través de un túnel, intentando llegar hasta su madre, la cual lloraba desconsoladamente. Sus manos estaban extendidas hacia él, en señal de ayuda. Pero, por más que lo intentaba, no se acercaba a ella. Al contrario, cada vez se alejaba más...

Los párpados de Christopher comenzaron a separarse con dificultad, puesto que la luz golpeaba con fuerza sus ojos. Tardó unos segundos poder acostumbrarse a la iluminación, pero cuando lo hizo, observó que estaba en una habitación completamente blanca. Había únicamente algunos gabinetes a la derecha, una mesita a un costado, con un vaso y una jarra de agua, y la cama en la que se encontraba. De su cuerpo salían cables conectados a numerosas máquinas y él vestía una bata quirúrgica. Debajo de esto, estaba desnudo.

―Con que has despertado...

Su cuerpo se tensó. No reconoció aquella voz.

Volvió su vista hacia el hombre que había hablado. Y pudo ver que solo se trataba de un anciano sonriente. Llevaba una bata médica, demasiado limpia. Y por encima, detalló que parecía un maníaco pues la corbata estaba demasiado planchada y su peinado parecía haber sido medido milímetro a milímetro.

―Tranquilo, ―añadió, al verlo tan rígido ―solo te hemos hecho unos análisis. Ese día perdiste el control por completo ―sonrió―. Causaste un desastre por completo y lastimaste a tu hermana. Ah, sí... dañaste tres helicópteros, tendrás que pagarlos.

Christopher frunció el ceño, más por lo penúltimo que había dicho.

¿De qué estaba hablando? ¿Su hermana estaría bien? No sabía que ocurría, o porqué estaba allí. Pero entonces, aquel cúmulo de recuerdos volvió en un santiamén. Supo que él estaba mintiendo en parte.

―Mi hermana, ¿dónde está? ―Preguntó con voz ronca.

De hecho, mostró una mueca por el dolor que sentía en su garganta. Estaba reseca e irritada. El anciano se acercó a la mesita y sirvió un vaso de agua, y lo puso en sus labios. Christopher no dudó en beber. Estaba muriendo de sed y cuando terminó, pidió un poco más.

―Despacio ―le advirtió el hombre.

Mientras bebía el segundo vaso, el anciano añadió, con mucha tranquilad:

―Ella está bien. En unos minutos estarás con ella ―Christopher le miró directo a los ojos. Necesitaba saber si decía la verdad, pero había dudado de él desde que comprobó la primera mentira―. Ahora solo quiero que te cambies. Tus cosas están en aquel gabinete... ―Señaló un mueble que estaba en una esquina, en la parte superior de la habitación, mientras tocaba los aparatos eléctricos conectados y su vía sanguínea―... De ahora en adelante, tu habitación será la número nueve de La Central. ¿Quieres preguntarme algo? ¿Una duda tal vez?

No dijo nada.

―¿Dónde estás o cómo llegaste aquí? ¿Cuánto tiempo llevas inconsciente? ¿Nada?

Christopher no se inmutó en absoluto. Y aunque aquel anciano le sonrió, no doblegó en que este hablara. Eso fue suficiente para que el anciano le diera un par de golpecitos en sus pies, para salir de la habitación.

Con cautela, Christopher se sentó sobre la cama, mirando su mano en donde estaba aquella vía. Le dolía, pero fueron los hematomas siguientes, más rastros de viejos pinchazos lo que llamó su atención.

Código Genético: El Inicio [Libro 1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora