-La perla en la arena-

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Tenochtitlan, semanas antes de la conquista española.

 El canto de las aves cantan a la primera hora de la mañana, dónde el rocío cubre cada rincón de la fauna del bosque selvático. Los primeros gruñidos del jaguar resonaban por todos los alrededores del lugar, listo para encontrar a sus crías y llevar lo que recién había cazado. Era un paisaje tan enigmático y tranquilizador, pero no obstante no muy lejos de toda esta hermosa naturaleza. La ciudad de Tenochtitlan estaba comenzando ya con sus tareas de la mañana, los comerciantes ya estaban preparando sus productos para los habitantes y viajeros que llegaban a negociar.

Ya se podían escuchar algunos cánticos de algunos niños listos para traer agua del río más cercano. Las mujeres ya estaban haciendo sus costuras y telares, ya los artesanos estaban reparando lo que tenían pendientes para trabajar. Todo se movía de manera tranquila, alegre y lleno de vida dentro de la ciudad. Toda esa belleza de gente se debía mucho por sus grandes dioses que los protegían de cada mal que les acercará, eran la esperanza y protección que siempre habían soñado.

-¡Mi señor Quetzalcóatl, buen día!- se escuchó una mujer quién ya estaba preparando algo de comer para sus bebés. Todos los que estaban cerca, engrandecieron una gran sonrisa en su rostro al oír aquél saludo. No muy lejos de allí, el joven dios de piel canela caminaba entre los puestos de los comerciantes. Con una sonrisa amable y tierna contestaba los saludos de su gente, era una rutina que le encantaba a la serpiente emplumada, todos sus fieles le hacían sentir una hermosa calidez, era lo que siempre quería demostrarles a sus padres, lo que el hombre de maíz era realmente.

-Mi señor, tenga. Es de la recolecta del cultivo de esta mañana. Este maíz es de mayor calidad.-dijo otro hombre que se acercó con una pequeña canasta con algunos maíces.

-No, no. Así esta bien. Mejor dáselo a tu familia, los niños deben de tener hambre.

-Pero mi señor, esto se lo quiero dar cómo ofrenda de gratitud. Mi familia ya aparto su porción así que, este tranquilo.-el joven moreno solo sonrío levemente y tomó aquella canasta. Otros fieles también estaban acercándose para darle algo de sus cosechas y de su trabajo, pero él solo les aceptaba algo pequeño. La serpiente emplumada siguió su camino por las calles de la gran Tenochtitlan. Era tan tranquilizante sus caminatas matutinas, sin embargo, siempre estaba alerta de todo a su alrededor. Siempre su gran ciudad estaba al ojo vigilante de la oscuridad y de dioses de mal corazón que envidiaban la felicidad de los habitantes.

-¡Quetzalcoátl!- una voz masculina hizo detener su paso. Soltó un leve suspiro al saber de quién era dueño de aquella voz. Los gritos de las más jóvenes hicieron una buena presentación del penacho del jaguar. -Hermano mío, cómo siempre encontrándote entre los mortales. Ya deberías empezar a ofrecer un poco de "ofrenda" para nuestros padres.

-Sabes perfectamente que no estoy de acuerdo en hacer ese tipo de actos con mi pueblo. ¿Qué no les es suficiente que les ofrezcan sus cultivos?- habló el piel canela mientras seguía caminando entre la multitud.

-Por favor, sabes que nuestra madre no es tan blanda con ese tipo de cosas. Huitzilopoztli  ha hecho todo lo posible para que no este tan molesta con ello. Sabes que de alguna forma u otra necesitarás un sacrificio humano.

-Hermano- habló deteniendo su paso- He dicho que jamás lo haré. Ellos son nuestra gran fuente de  nuestro poder y no me gustaría verles sufrir.

-¿Aunque sigas sabiendo que con su sangre somos imparables?.-Quetzalcóatl se quedó en silencio para no responderle. Su gemelo tenía razón, la sangre humana lo hacen dioses imparables, su poder sería infinito, pero, dentro de él no quería mostrarse cómo un dios sediento. Imponer miedo y tristeza por arrebatarles a sus seres más queridos.

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