Prólogo

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Cuentan los antiguos que cuando los perros aúllan al unísono a medianoche es porque el diablo ha hecho de las suyas. Y los relatos tienen su parte de verdad. A kilómetros, en la mansión Escarlata, un hombre de ojos grises se cierne sobre el cuerpo caído en búsqueda de pulso. El toque de sus dedos contra la piel del patriarca de la familia lo hace reír. Él se percata de que la vida de aquel hombre se ha ido delante de su presencia y a él le importaba en lo más mínimo.
        Una vez declarado muerto el hombre viejo, él se levanta y se adueña de la daga enterrada en el estómago sangriento. Sus ojos analizan cada detalle atentamente y su mente relaciona cada evento. Detrás de él, la puerta del estudio se abre y revela al honorable mayordomo de la mansión junto con una pequeña mujer. En las manos del mayordomo porta una bandeja de plata, una que no duda en extender ante el hombre de rostro indiferente que se ha adueñado de cada rincón de la mansión.

—Guarda esto en la caja fuerte y haz los preparativos para el funeral. Y paga al médico para que estipule la causa de muerte por cáncer. —ordena el hombre de ojos grises mientras deja caer la daga sangrienta en la bandeja de plata.

Miró por unos minutos más al hombre caído y sonrió. No pudo evitarlo. La risa lo corrompió y terminó por carcajear a gran voz, sin importarle que en los pasillos solitarios de la mansión crearán eco con su risa.

Se dirigió al gran mesón, apoyó su cuerpo en el borde y fijó su mirada fría en el cuadro que adornaba la biblioteca. La balsa de Medusa del pintor Théodore Géricault. La pintura daba constancia de los sobrevivientes de un naufragio donde debieron soportar el hambre, la deshidratación, el canibalismo y la locura.

El sirviente realizó una venia. 

—Sí, señor.

El joven se quitó y lanzó la corbata al aire. Con rapidez, la pequeña sirvienta alcanzó a tomarlo en sus manos impidiendo que rozara el suelo.

—¿Hicieron lo que pedí? —exigió saber mientras se dejaba caer en el asiento detrás del escritorio.

El anciano se enderezó, y sin despegar los ojos del suelo, respondió: —Sí, señor. Fue enviada junto con el chófer de la familia.

El mayordomo alzó los ojos por dos segundos y observó con escalofríos terribles como los labios de aquel hombre se alzaban en una maquiavélica sonrisa. Sus ojos penetrantes y oscuros contrarrestan la sumisión que fingía demostrar. Todos le temían y no era para menos, el hombre que tenía delante de él era el causante de tanta desgracias.

Un jadeo nervioso lo hizo apartar la vista del amo y miró la muchacha que lo acompañaba, el delgado cuerpo tembloroso, queriendo permanecer lejos de la atención del hombre peligroso. 

—Vete. 

El anciano sabía que la orden era dirigida a él. Obedeciendo, se dio la vuelta y se marchó de la biblioteca intentando olvidar el rostro asustado de la muchacha de cabello color ébano y de los ruidos que vinieron a continuación. 





Debajo De La Carne Y HuesoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora