Así lo dice la marea de primavera

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El cosquilleo del rocío húmedo aún permanecía bajo su nariz. Bajo un cielo color pizarra, un frío intermitente guiaba los últimos copos de nieve del invierno, indicándole al suelo que era hora de despertar a los botones que florecerían en primavera. Al caer la lluvia, el residuo de sus besos salpicaba en las hojas, las azoteas y el concreto, para luego chorrear y driblar hacia pequeños charcos que salpicaban bajo los talones. Al separarse las nubes, todo se convertiría en la memoria de un día. Así continuaba, este enmarcado limbo del cambio de estaciones. Una primavera vivaz y un invierno tímido.

La primavera sabía cómo molestar a la gente. Sabía cómo echar mordiscos y luego quitar los pequeños detallitos desagradables de los días invernales. Primero se asomaba a la puerta tímidamente, tocando una, dos veces, y luego esperando para demostrar la impaciencia. Se ponía cálida unos días y luego se iba al siguiente. Antes de que cualquiera pudiese notarlo, ya habrían empezado a contar los días, suplicando porque la primera flor floreciera más pronto.

Ser testigo de otra primavera significaba muchas cosas. Un respiro del aire congelante. Un día menos de quitarse la nieve de los hombros. Botones floreciendo temprano en los cerezos y una cálida luz del día. El inicio de otro año, y todos los recuerdos que venían del anterior. Un año entero. El pensamiento se proyectaba de la misma manera que la opaca silueta de su rostro reflejado en la ventana del asiento del pasajero. Era difícil pensar que se había ido y venido, y cuánto había cambiado a comparación del chico que estaba frente a cinco chicas, sosteniendo sus diplomas de preparatoria bajo los cerezos. En estos días de recuerdos, todo y todos habían divergido lentamente. Se habían trazado caminos y tomado sus primeros pasos. Igual que él, otros que también continuarían creciendo y cambiando, aunque los rastros que dejaban a su paso aquellos cercanos a su corazón nunca estaban demasiado lejos para seguirlos.

Un año, terminado y dejado atrás. Pronto tras este breve receso marcaría el inicio del segundo año de Fuutarou como estudiante universitario.

- Bien, aquí estamos. – dijo el conductor. – La Estación de Nagoya. ¿Necesitan que les ayude a sacar sus cosas del portaequipaje?

- Apreciaría si lo hicieras, Maeda-kun. – Un cabello limpiamente peinado se encontraba entre Fuutarou y Maeda, girando sus ojos deslumbrantes entre sus dos amigos. – ¡Tú también, Uesugi-kun! Traje muchas cosas conmigo, después de todo.

- Demasiadas si me lo preguntas, Takeda. – señaló Fuutarou mientras cogía el bolso que tenía entre los pies. – Las vacaciones ni siquiera fueron tan largas. Luces como si hubieras empacado suficiente para amueblar una casa nueva.

Al cerrar las puertas del auto, los tres chicos estaban sobre la acera de la estación. Tuvo que ponerse la mano sobre la frente, protegiéndose de los rayos del sol que separaban las nubes. Estación de Nagoya, un viaje muy corto en auto. Después de eso, sería solo un paseo rápido en el tren bala y luego algunas paradas menores en el transporte local antes de regresar a Tokio. El semestre de primavera de su segundo año empezaría apenas en unos días.

Un salpicón de la lluvia le rozó la mejilla. Anoche había llovido bastante, y las últimas gotas todavía se aferraban como podían a la marquesina de metal.

- Mejor que sobre y no que falte. – declaró Takeda orgullosamente mientras levantaba su segundo bolso de equipaje. – Tú vives un poco más allá de la estación, ¿no es así, Uesugi-kun? Lo menos que podrías hacer sería llevarte un paraguas o algo. ¿Qué harás si pescas un resfriado mientras andas por tu cuenta?

Fuutarou y Maeda apilaron más equipaje sobre los bolsos del niño rico. – Estaré bien. – dijo Fuutarou. – Ya dejó de llover, y de todos modos voy a ir directo a mi apartamento cuando nos bajemos. – Se volvió hacia Maeda. – Gracias de nuevo por el aventón, Maeda.

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