2. La mano de Dios

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"Sintió que no podía resistir más
el rumor glacial de sus riñones
y el aire de sus tripas
y el miedo
y el ansia atolondrada de huir
y al mismo tiempo de quedarse para siempre
en aquel silencio exasperado
y aquella soledad espantosa"

- "100 años de soledad" Gabriel García Márquez, 1967.

FLASHBACK

Florencia, Italia, la noche anterior.

Se cumplía exactamente la mitad de un año del calvario de la soledad y si Dios era amor, buscaba la inexistencia.
Ágata se hacía tan presente en el medio de cada noche a puntualidad de reloj, cuando los ojos de Emiliana se abrían con alerta creyendo oír su voz. No existía una sola noche en la que no despertase inmersa en un llanto con inicios desconocidos.

— Déjala sola— la voz tormentosa de Andrés sonó entre los pasillos del Monasterio de Florencia mientras frenaba los pasos de Martín.
El silencio sepulcral, a veces frecuentado por la celestial gloria del numeroso coro de monjes, se veía quebrantado por el incontrolable llanto de su hermana.

— Jamás en la puta vida llora y mucho menos de esa manera— se opuso al español tomando el picaporte de la habitación.
— Está en la lona, Andrés. Imagínate lo que es para una milica del linaje de todos los golpistas y hombres de hierro de todo el mundo, largarse a llorar así. 

— Nadie la está obligando a quedarse. Al golpe lo hemos congeniado los tres por pura pasión— insistió.

— Para muchos de nosotros, robar es un arte exquisito... Y esto lo puede todo, incluso mucho más que el amor— Andrés sonrió y Martín, al ver a su hermana tan angustiada reflexionó qué tan impura era su alma. Ella prefería sumergirse al convulso dolor de perder a un amor, todo por concretar el sueño de fundir la reserva Nacional del Banco de España.

— No estoy dispuesta a vivir 100 años de soledad— fueron sus palabras, agotadas y rendidas ante semejante energía utilizada para el llanto duradero hasta el amanecer. Dejó de darle la espalda a su paciente hermano que la acompañó incondicionalmente durante las horas infernales de ausencias.
Martín era toda estaca y sostén superador de cualquier despojo humano. Nadie que estuviese en su sano juicio o al menos, abstenido del amor y hermandad, le daría ese cariño a Emiliana.
Ya no derramaba lágrimas, pero con una sola mirada y al verlo a los ojos, le reflejó toda la desesperación de haber dejado irse de Ágata.

— ¿De dónde sacás semejantes barbaridades, hermana?— preguntó él a los aires envolviendo su cuerpo entre el cálido abrazo y un suspiro melancólico.

— Tu egolatría acaba justo en donde existe la vida de la femineidad y sus encantos ¿No es cierto?— sonrió Andrés, al volver de dormir durante toda la madrugada. El amanecer le daba en la espalda a través de los cristales del ventanal, llevaba una sonrisa y un café en la mano. Con total serenidad, sin ser consciente de la dura noche que los Berrote estaban pasando.
Nadie le respondió, estaba muy equivocado. Aún en fuertes penares, Emiliana no dejó de individualizar las cuestiones y jamás, bajo ningún dolor, pensó en abandonar el plan.

— Pareciera que tu vida ha de acabar por una simple mujer— prosiguió alzando su taza de café.
— Considero que si fuese como tu, sería un felino a riesgo total de extinguirse. Pues ellos tienen siete vidas y yo, cuatro veces he creído en el amor, cinco con Tatiana.
Jamás he llorado como si se me fuese la vida— hablaba mientras su amiga le daba la espalda, pero estaba totalmente seguro que lo estaba escuchando.
— Lo que se van, son las mujeres, Emiliana, no la vida— suspiró simplificador.

𝓐𝐆𝐄𝐍𝐓𝐄 𝐒𝐈𝐄𝐑𝐑𝐀²Donde viven las historias. Descúbrelo ahora