doce

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AMATISTA

Gime cuando lo despierto y cuando le digo que me siga a la cueva lo hace refunfuñando. Es más tarde de lo que me hubiera gustado salir. El cielo está empezando a aclararse, pero sigue estando lo suficientemente oscuro para que la cueva brille con luces cafés.

Aquí dentro siempre estamos en silencio, así que es el lugar perfecto para darle su regalo. Cuando entramos, nos sentamos de piernas cruzadas uno frente al otro. La oscuridad y el brillo del interior nos otorgan una especie de aura verde. Wonwoo cambia de postura y su rodilla roza la mía. Me está observando, esperando a que hable.

Respiro hondo y me meto la mano en el bolsillo para sacar su regalo, que está envuelto en una bolsa de terciopelo negro. Lo toco por encima de la bolsita y siento el peso de lo que significa sobre la palma de la mano. Llevo semanas esperando para dárselo, pero ahora me sudan las manos y parece que la lengua se me haya quedado pegada al paladar.

Saco el regalo y, sin decir nada, le levanto la mano y se lo pongo en su cálida palma. Me mira, luego mira su mano y su nuez se eleva de lo fuerte que traga.

—Mingyu...

Me llevo un dedo a los labios y niego con la cabeza. Quiero que le guste, que lo acepte y no que hable.

Tiembla al abrir la bolsita y saca el colgante de jade con forma de anzuelo. Es sencillo, verde oscuro con motas de un verde más claro. Espero que cuando lo mire, me vea a mí devolviéndole la mirada. Espero que cuando se lo ponga nos vea a nosotros..., nuestros momentos juntos.

Sé que cuando yo lo vea contra su pecho me acordaré del momento que nos conocimos, de cuánto lo odié. Lo odié por reclamar a mi padre como suyo, lo odié por esa sonrisa engreída que me dedicó y lo odié porque me dejó sin palabras. Porque en ese instante todo hizo clic. Mi cuerpo empezó a gritarme lo guapo que era, pero yo lo distorsioné y lo convertí en algo feo y oscuro.

Sus ojos no eran bonitos, por supuesto que no lo eran. Eran del mismo negro que las bolsas de basura que compraba mi madre para la papelera del baño; del mismo negro que el agua de mar sucia y aceitosa; del mismo negro que unas escamas de pez recién vomitadas.

Miro cómo se coloca el anzuelo alrededor del cuello. Tenía que ser un anzuelo, porque necesito poder atraerlo hacia mí. Aunque luego no lo haga, aunque no pueda, pero saber que lo tiene ahí, contra el pecho, me da esperanza.

Wonwoo se mete la bolsa de terciopelo vacía en el bolsillo y se pone de pie. Lo sigo. Ya fuera de la cueva, se gira hacia mí. No me abraza, de hecho, mantiene la distancia. Se oye el correr del agua del arroyo, el canto de los pájaros y, entonces, sus palabras, su promesa:

—Nunca me lo quitaré.

Seulgi y mi padre nos llevan a comer fuera para celebrar el cumpleaños de Wonwoo. Estamos en un restaurante en el puerto y nos hemos arreglado para la ocasión. No sé cómo, pero me he derramado agua sobre la camisa y ahora me la estoy secando con una servilleta mientras Minseo se ríe de mí y niega con la cabeza. Mi padre está feliz, sentado cómodamente en su silla mirando a lo lejos, hacia la ciudad que se alza sobre el mar brillante frente a nosotros.

Seulgi está sentada al otro lado de su hijo, apretándole la mano, con los ojos llorosos.

—Diecisiete —dice—. No me puedo creer lo rápido que te has hecho mayor.

Wonwoo le da un beso en la mejilla.

—Todavía me queda un año en casa antes de irme a la universidad.

Un año.

Solo un año.

Y luego se irá de casa... «¿Y qué pasará contigo?», me pregunta esa voz dentro mi cabeza.

Te quiero - MinwonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora