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PIEDRA PÓMEZ

Me acerco al porche delantero por el césped, no por el camino de entrada. Y clavo bien los talones al andar, queriendo parecer un tío duro y rebosante de madurez. Dejo la bolsa en el porche y llamo al timbre. Cuando nadie me abre, me asomo por las ventanas.

Oigo un grito en la distancia y reconozco la voz: es mi padre, pero el grito va unido a una risa y todas mis buenas intenciones caen en picado y directas a esa pequita que tengo en el dedo gordo del pie. Doy una patada al rodapié de la fachada, pero no consigo nada excepto que me duela el dedo.—¡Mierda!

Me dirijo a la pata coja hacia un lateral de la casa y me quedo ahí, en las sombras.

Mi padre está jugando al fútbol con un niño que está de espaldas a mí. Tiene el pelo castaño, corto y, a juzgar por lo sudado que está, es evidente que pasa bastante tiempo al aire libre. Su forma de chutar el balón es precisa, segura, y revela que es el típico chico que sabe que se le da bien y alardea de ello.

Sonriendo, mi padre da un toque al balón con la rodilla, lo golpea con la cabeza y lo deja caer hacia atrás, de donde lo rescata con el talón. Una vez lo tiene delante de nuevo, se lo devuelve al niño.— Inténtalo, a ver si te sale.

El niño se ríe y repite los movimientos sin cometer ningún fallo. Le devuelve el balón con elegancia, diciendo:

—Pónmelo un poco más difícil, papá.

Debo de haber escuchado mal. Niego con la cabeza. ¿Cómo que «papá»? Espero a que mi padre lo corrija, que le recuerde a este niño impertinente que debería llamarle David, no papá. Pero no lo hace. Sonríe.

Se me nubla la vista con lágrimas de rabia. Es mi padre. ¿Cómo se atreve este engreído de mierda a llamarle así? Salgo, lleno de ira, de mi escondite.

Mi padre es el primero en verme. El tiro se le desvía y el balón viene en mi dirección. Parece

nervioso, luego ilusionado, y... nervioso otra vez. Su mirada va del niño a mí.

Paro el balón un segundo antes de que el niño se gire a mirarme.

Una pequeña brisa hace que los árboles de la montaña se estremezcan justo en el momento en el que el sol brilla con más fuerza. El calor se me pega a la piel y unas gotas de sudor me caen por la espalda.

Lo miro. Es mayor que yo, quizá de la edad de mi hermana. Es alto, larguirucho incluso, aún le quedan un par de veranos para desarrollarse del todo. Sus labios dibujan una media sonrisa que hace que mis sospechas se confirmen: es un engreído, se cree que esto es un juego y que él es quien va a ganar. Mira a mi padre y luego dirige esos ojos oscuros en mi dirección. Son del mismo negro que las bolsas de basura que compra mi madre para la papelera del baño; del mismo negro que

el agua de mar sucia y aceitosa; del mismo negro que unas escamas de pez recién vomitadas.

—Mingyu —dice mi padre, indicándome con la mano que me acerque—. Has llegado pronto.

Sigo fulminando al niño con la mirada, pero no parece ni intimidado ni nervioso. De hecho, puede que incluso esté sonriendo más que antes.

—¿Vas a pasarnos la pelota, o qué? —pregunta. Se ríe entre dientes y, señalándose el pecho, añade—: Por cierto, soy Wonwoo.

¿Wonwoo? ¿Qué clase de nombre es ese?

Uno muy bonito.

Y lo odio.

Las lágrimas me nublan los ojos. Mi padre conoce a este niño. Conoce a Wonwoo. Lo conoce como si fuera su...

Dirijo la mirada a la pelota de fútbol a mis pies. Echo el pie hacia atrás, alineándolo de forma perfecta. Si Wonwoo cree que él es el único que sabe manejar el balón, se equivoca. Le doy un patadón y digo en voz muy baja:

Te quiero - MinwonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora