La Chaparra

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Lo primero que hizo al llegar al pueblo fue comprar un nuevo gabán en un pequeño y casi vacío local en la cabecera del pueblo. Le sorprendió y al mismo tiempo le hizo gracia que el maniquí de niña estuviera a su tamaño.

Dejó en una silla su gabán lleno de agujeros de bala y raspones y pagó con un par de billetes rojos a la anciana de rostro triste que atendía el lugar.

Salió y entrecerró los ojos por el sol que le daba de lleno en la cara. Ella era muy pequeña cuando tuvo que huir de ese melancólico pueblo, otrora llena de hermosas flores, enredaderas y árboles. Ahora, ya no eran hermosas plantas las que cubrían las paredes, sino agujeros de bala y una que otra misteriosa mancha oscura que alguna vez había sido la sangre que daba vida a un cuerpo.

Era uno de esos rústicos pueblos en los que no había alumbrado, ni pavimento, mucho menos agua potable o policía. Lo que sí había eran paredes pintadas con el logo de las compañías de refrescos y cervezas; y en el centro del pueblo, al final de la única y corta avenida principal, había dos bustos bien cuidados. El primero pertenecía al padre Ramiro Barragán, el segundo al alcalde Sergio López; quienes habían, respectivamente, incitado y permitido la masacre de evangélicos hacía unos años atrás. Todo por los votos y los diezmos.

Los votos porque muchos de los habitantes de pueblo veían con recelo a esa siempre creciente comunidad de alegres personas que, a su ver, introducían un culto extraño a su acostumbrado sincretismo indígena-católico, tan puro como puede ser un sincretismo. Lo único que los había disuadido de acabar con ellos como habían hecho en el pasado fue la autoridad estatal que, por esta acción, se había ganado su desprecio. ¿Qué mejor que permitir otra vez el linchamiento de esos entrometidos cristianos para ganar otra vez el favor del pueblo? Al fin y al cabo, nadie iba a prestar atención a lo que pasara en ese maldito pueblo olvidado.

Los diezmos porque, como es ovio, a mayor número de evangélicos, menor número de católicos, por lo que el cura del pueblo veía cómo cada domingo la iglesia se vaciaba más y más por aquellos feligreses que se iban a las iglesias evangélicas donde el diezmo no era obligatorio. ¿Qué mejor que incitar a la suficientemente numerosa congregación de fieles católicos para atacar a esos herejes evangélicos? Y vaya que lo hicieron a tiempo, de otra forma hubieran terminado de enseñar a leer a toda la comunidad. ¡Qué desastre hubiera sido eso!

En otro tiempo, ella hubiera regresado con toda su furia a quemar ese maldito pueblo. Pero las cosas habían cambiado y ya no sentía odio por ese lugar ni por su gente, era más bien lástima lo que sentía.

Entró en otro local donde recibió un plato en el que se mezclaban arroz, frijoles y un guiso verde con carne de una especie indistinguible.

Entonces, en la calle se escuchó un grito.

- ¡Se llevan a mi hija! ¡Ayúdenme, se llevan a mi hija!

Ella miró alrededor a las personas que comían en el lugar y esperó a que alguien siquiera se asomara por la ventana. Como eso nunca sucedió, ella salió del lugar masticando aún el bocado y haciendo caso omiso al dueño que le reclamaba por irse sin pagar.

Afuera en la calle vio 3 motos que doblaban la esquina de la avenida principal, en una de ellas viajaba una pobre niña de unos 16 años que forcejeaba con su captor. Las motocicletas se detuvieron a unos pasos de donde ella estaba, justo en ese momento también arribó un pobre hombre que había corrido tras las motos y estaba jadeante y sudoroso.

El pueblo entero observaba con indiferencia.

Uno de los motociclistas bajó de su moto y retiró con su manga una de las esquinas de su chamarra para dejar ver una Glock de oro con incrustaciones de joyas que formaban figuras religiosas. Se acercó al temeroso hombre sudado y le dijo:

Cuentos de mientras se mira por la ventanaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora