Todo es blanco.
La inmensidad de este sitio es sorprendente, puede causar en cualquiera un ímpetu espontáneo por explorar todo el lugar, examinando cada uno de los rincones para desvelar cualquier secreto que pueda haber, aunque también despierta una sensación de inquietud, como si todo el espacio vacía que te rodea se fuera a abalanzar sobre tí, como sí cualquier cosa pudiera salir de cualquier recoveco para atacarte. Pero este templo es blanco.
Blanco impoluto. Blanco que duele a la vista. Blanco que da pena pisarlo por si se mancha. Blanco que ni las sombras se proyectan aquí.
En el templo vive una joven sacerdotisa. Hace unos años vivía con su abuela, la encargada de conservar el sitio en perfectas condiciones, pero a pesar de lo bien que se conservaba, el paso del tiempo no perdona. Ahora el templo evoca un tétrico silencio: a pesar de que nunca hubo ruido, ahora es como si la ausencia de este mismo emitiera una estridente inquietud. La muchacha, a pesar de que podía notar esto, seguía su rutina, siguiendo los pasos de sus antecesores.
Ella vestía una túnica muy blanca, asemejándose a los colores del templo, y dejaba mostrar un sutil colgante de oro que dejaba entrever unos tímidos destellos cuando la luz se reflejaba en él. El rostro de la aprendiz guardaba perfectamente la simetría, como si de alguna escultura se tratase, y su piel, delicada como la más frágil rosa, era suave y carecía de imperfecciones. Cualquiera podría decir que aquella muchacha era una estatua del templo que había cobrado vida, que era imposible que fuera humana. Otros decían que era un ángel o una divinidad, pues su cabello dorado y sus ojos azules evocaban un sentimiento de contemplación que nadie jamás pudiera imaginar. Como si fueran finos hilos de oro que nacen de su cabeza. Como si dos zafiros hubieran sido colocados en su rostro con la más absoluta precisión.
Todo lo hacía con elegancia, cualquier movimiento que llevara a cabo denotaba una armonía con el entorno absoluta, todo lo que hacía estaba perfectamente coordinado. Sus brazos se movían describiendo trayectorias firmes, seguros de sí mismos, y sus piernas caminaban sin ningún tipo de tambaleo, nadie podría decir nunca que se tropezaría en algún momento.
Todos los días se levantaba para velar por las ánimas que visitaban el templo. Aquel lugar era como una especie de sitio de descanso para aquellas voluntades en pena que vagaban por lo terrenal. Por eso debía reinar el silencio. Cualquier ruido que perturbara el descanso de aquellos que perecieron, haría que su eterno camino fuera una agonía. Ella sentía mucho respeto por los que alguna vez estuvieron vivos. Le alegraba pensar que estaba ayudándoles cuidando de aquel sitio tranquilo para que sufrieran lo mínimo posible. Siempre procuraba que todo se mantuviera impoluto y le gustaba poner todos los domingos ramas de lavanda para dar aroma al templo. Al parecer, ese olor en concreto agrada mucho a los espíritus. Cuando terminaba de cuidar el templo, disfrutaba mucho admirando sus columnas, aunque no entendía de arquitectura. Simplemente el hecho de ver cómo estaban tan finamente cuidadas le parecía asombroso. También pasaba mucho tiempo mirando los grabados de las paredes. Su abuela le contaba que todos los que han preservado el templo en algún momento, deben dejar su última voluntad grabada en aquellas paredes. Así, cualquier persona o ente que lo visitara, podría nutrirse de la sabiduría de numerosas generaciones. Ella siempre le decía que no sabía que poner, a lo que la abuela respondía con una carcajada para después decirle que ya lo sabría cuando pasara el tiempo. Nunca entendió cómo el paso el tiempo le daría esa información, al igual que no entendió la mayoría de cosas que le dijo, pero a medida que pasaba el tiempo, empatizaba más con las lecciones de su maestra.
Era una vida tranquila a la par que solitaria, pero ella lo aceptaba. A ella le agradaba estar ahí. Le permitía pensar y reflexionar a la par que aprender leyendo los grabados de los muros. A veces tocaba el arpa y otras veces salía a dar un paseo por la montaña, aunque no muy lejos por si el templo precisaba su atención.
Nunca nadie iba por allí, pero no le preocupaba. Ella era feliz allí, en aquel lugar que denotaba una energía singular. Ese sitio que era tan blanco que dolía a la vista si no estabas acostumbrado. Ese sitio que parecía tallado por alguna deidad por la precisión y la suavidad.
Ese sitio, donde se respira la paz.
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Eat a candy when you are going to sleep
Non-FictionPensamientos y sentimientos. Emociones varías plasmadas en texto, justo cuando los sentimientos alcanzan su punto álgido. Una combinación peligrosa pero dulce y atractiva, que atrae con su tentativo aroma. ¿Hay algo más apetecible que saborear la du...