Cinco jóvenes con diferentes historias, sin embargo, con la misma palabra que los define: problemáticos.
¿Qué ocurrirá cuando la directora del instituto Esperanzas Eternas decida acabar con los incidentes que ocurren entre clases?
Se puede leer ind...
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Dejé de ser la niña perfecta para mis padres en el momento que comencé a darme cuenta de que vivíamos en una novela. Buenas calificaciones, ropa recatada, sonrisas vacías y un profundo ambiente de censura que me provocó un gran vacío. Uno que aumentó al reconocer que me gustaban las mujeres.
Nadie de mi familia era perfecto, y éramos conscientes de ello, sin embargo, se creían superiores por el hecho de seguir las directrices de una religión que a mí, por lo menos, no me hacía feliz.
Me dolió darme cuenta de que jamás me aceptarían por ser lo que era y, asustada por decepcionar a las personas que me daban techo y comida, me negué a mostrarles mi verdadero yo.
Hasta que Paula llegó a mi vida y la mentira que había creado se derrumbó tan rápido como June encendiendo un cigarro.
Ella era mi felicidad. Paula, una dulce chica de gafas de montura y dientes de conejo.
Al principio me costó entender por qué la alumna más lista de la clase quiso practicar conmigo unos problemas de química, sin embargo, al verla llegar a mi oscura calle, con el pelo negro recogido en una coleta y una sonrisa increíblemente bonita, mi corazón comenzó a latir con intensidad.
Me volví torpe, como si no entendiera lo que los números querían mostrarme, y, en una de las ocasiones que la guapa adolescente se inclinó sobre el papel, atrapé sus labios con confusión, pasión y una gran revolución de hormigas en el estómago. Todo se intensificó más cuando no se separó y el mundo cayó sobre mis hombros.
Aunque no fue hasta que abandonó mi pequeño departamento, cuando me percaté de que acababa de destruir todo.
Primero me llevé las manos al cabello, después me tiré sobre la cama y, por último, con las manos temblorosa, marqué el número del que por aquel entonces era mi novio.
Pudo ser la culpabilidad, o la euforia que corría por mis venas, pero se lo conté todo y lo dejé sin palabras por el resto de la noche. No tardó en encontrar una buena forma de devolverme el dolor, y aunque me esperaba algún tipo de reprimenda por su parte, verme desnuda dentro de la pantalla digital en medio de la clase de historia fue lo peor que pudo hacer.
Recuerdo aquel momento como algo demasiado borroso, la profesora corrió hacia el ordenador para apagar el monitor, sin embargo, sus acciones torpes y enloquecidas no consiguieron acallar la explosión de risas del lugar. Yo, por el contrario, me quedé allí paralizada, con los ojos clavados en la pantalla y la sangre golpeando con fuerza contra mi nuca.
La vergüenza me obligó a faltar a clase por más de una semana y me encerré en un hogar que me culpaba por haberle mandado fotos desnudas a un chico que no estaba muy bien de la cabeza. Creí ser culpable, al fin y al cabo, yo le había destrozado el corazón en un arranque de pasión, pero ese sentimiento solo duró hasta que mis deportivas blancas pisaron el jardín del instituto.
Suelen decirme que tengo un carácter demasiado peculiar, algo destructivo cuando me lo propongo, y en ese momento tuve la necesidad de sacarlo a la luz.