CAPÍTULO VIII

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GAIA

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GAIA.

A la mañana siguiente, al ingresar al oscuro y vacío gimnasio, sé que los muchachos acudieron a una misión y yo dispondré de todo el lugar para mí por el resto del día. Enciendo las luces y camino dentro del edificio mientras me recojo el cabello que apenas y me llega a los hombros con la coleta que llevo en la muñeca.

Aprovechando la privacidad, me subo a la caminadora. Camino los primeros minutos y luego comienzo a aumentar la velocidad gradualmente hasta que me encuentro corriendo. De alguna manera, el rápido calentamiento de cardio que tenía en mente se convierte en una carrera de cuatro kilómetros antes de que apague la máquina y me mueva hacia el saco de boxeo para calentar los músculos de la parte superior de mi cuerpo.

—Debo darte crédito —dice una voz familiar luego de unas horas mientras se adentra al gimnasio—, honestamente no creí que regresarías hoy.

Deposito la barra de pesas que había estado levantando en el banco y me incorporo.

—Tienes que dejar de subestimarme tanto.

Aryeh se detiene junto a mí usando unos pantalones de cordón negro y una camiseta gris sin mangas que deja a la vista su tatuado brazo izquierdo.

—¿Cómo te sientes luego de todo el entrenamiento de ayer? —pregunta, inclinándose para recoger mi botella de agua del suelo antes de tendérmela.

—Dolorida como el infierno —digo con honestidad, desenroscando la tapa y tomando un largo y satisfactorio trago.

—Te sentirás peor mañana —ríe, deslizando una mano en su cabello rubio enmarañado para alejarlo de su frente.

—Lo sé. —Me encojo de hombros, dejando la botella nuevamente en el suelo.

—Por lo tanto, es mejor meterse de lleno en el entrenamiento ahora que no te sientes tan... mal

Espera, ¿qué?

Antes de que tenga tiempo siquiera de preguntarle qué clase de lógica es esa, Aryeh me sujeta del brazo y me lleva hasta el centro del gimnasio. Prepara un par de colchonetas y luego se para sobre ellas, quitándose su camiseta en un movimiento fluido para dejar todos sus duros músculos, cicatrices y tatuajes a la vista.

—Aryeh —comienzo, caminando hacia él y rehaciendo mi coleta rápidamente—, ¿qué demonios...

Sin darme tiempo para siquiera completar mi pregunta, él lanza un gancho derecho directo a mi mandíbula. Algún instinto interno entra en acción y atrapo su puño en mi palma. La rápida reacción de mi cuerpo me catapulta a aquella vez que Gideon me enseñó algunas patadas, golpes, e incluso a cómo girar y evadir... momentos antes que hagamos el amor sobre las mismas colchonetas.

Estoy tan aturdida por el recuerdo que ni siquiera veo que el brazo izquierdo de Aryeh se balancea, enviando un puño directamente a mi estómago.

Me desplomo sobre mis rodillas, sosteniéndome el estómago mientras intento recuperar el aire.

—¿Qué mierda... —toso—... fue eso?

—Tus reflejos son buenos —comenta, con una chispa de humor en sus ojos ámbar—. Pero no lo suficiente. Levántate.

Bastardo.

—Que te jodan —espeto, pero aun así hago lo que dice.

Aprieto mis dientes y lucho por levantarme con mis piernas temblorosas.

Si vas mano a mano con un sujeto que es más grande que tú, no ganarás. En especial si es alguien que sabe cómo pelear.

El recuerdo de la voz de Gideon me eriza la piel, pero a la vez, despeja mi mente.

Aryeh es, por lo menos, veinte centímetros más alto que yo y mucho más entrenado. No importa cuánto lo intente ni que tan bien ejecutados estén mis movimientos, él no perderá su equilibrio.

Tengo que atraparlo con la guardia baja. Y sólo hay una forma de lograrlo.

Sonriendo internamente, me quito la camiseta de tirantes empapada en sudor y la arrojo al suelo, quedando frente a él en mi sujetador deportivo.

Aryeh es mi amigo, pero también es un hombre.

Cuando sus ojos se desvían por el más mínimo segundo hacia mi pecho, aprovecho la oportunidad y pateo su espinilla, colocando todo mi peso en ella hasta que emite un gemido de dolor. Luego giro mi pierna tan rápido como puedo para patear la parte más débil de su talón. No tengo el placer de verlo caer porque, naturalmente, se estabiliza.

—Con que así quieres jugar —canturrea, la esquina de su boca contrayéndose levemente al intentar disimular una sonrisa.

Se lanza hacia mí y de alguna manera logro esquivarlo unos segundos antes de que su puño colisione con mi rostro. Santa mierda. Soy lo suficientemente inteligente como para saber que no debo bajar la guardia, así que volteo rápidamente y empujo mi pie hacia su espalda baja con la intención de hacerlo perder el equilibrio. Desafortunadamente para mí, Aryeh anticipa el movimiento y atrapa mi pie.

—Bien —comenta, antes de empujarme hacia atrás con la fuerza suficiente para que yo termine sobre mi trasero—. Ahora levántate y hazlo de nuevo.

Esta vez estoy preparada cuando viene a por mí. Más o menos.

Mientras su cuerpo se mueve hacia adelante, me apresuro y llevo mi puño a su estómago, justo arriba de su ombligo. Aryeh se tambalea levemente hacia atrás, pero antes de que tenga tiempo para regodearme, arremete contra mí una vez más y golpea uno de mis hombros con su puño, haciéndome perder un poco el equilibro. Aprovechando mi poca estabilidad, mi contrincante golpea mi mandíbula.

El dolor atraviesa mi boca y cada terminación nerviosa de mi rostro cobra vida. Mi visión se vuelve negra en los bordes y mis oídos zumban, como si estuviera sumergida en el agua. Parpadeo e intento devolverle el golpe, pero me bloquea con suma facilidad y yo aterrizo de cara sobre la colchoneta.

Me volteo con dificultad para yacer sobre mi espalda y parpadeo aturdida. Aryeh se inclina de forma que su rostro pende sobre el mío y me mira con una pequeña sonrisa en sus delgados labios.

—¿Todo bien allí abajo? —pregunta, la preocupación y la diversión mezclándose casi en igual medida en su voz.

—De maravilla —digo con voz débil, aceptando la mano que me tiende y levantándome lentamente para adoptar una posición defensiva una vez más.

Entrenamos hasta bien entrada la tarde, cuando Aryeh insiste en que descansemos y busquemos algo para comer ya que ambos nos hemos saltado el almuerzo. Me siento agradecida, ya que apenas puedo mantenerme en pie y he recibido más golpes de los que he atinado. Estoy empapada en sudor, sin aliento y salpicada de hematomas que ya están tornándose de color morado e inflamándose; y aunque me niego a quejarme, no puedo evitar cojear hacia la salida, aferrándome el costado para aliviar el dolor que uno de los golpes sobre mis costillas provocó.

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