CAPÍTULO X

115 20 12
                                    

GAIA

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

GAIA.

Abro silenciosamente la puerta de entrada y me cuelo al interior. Le lleva varios minutos a mis ojos el acostumbrarse a la oscuridad de la sala y maldigo en voz baja el hecho de que las cortinas estén corridas e impidan que la luz de la luna ilumine lo suficiente como para que pueda moverme libremente.

Avanzando con lentitud, siento mi camino a través de la habitación hasta la puerta cerrada de su oficina. Rezo en silencio que esta no se encuentre cerrada con llave y sonrío cuando, al girar el pomo, esta se abre con un suave chirrido. Ingreso a la habitación y cierro la puerta detrás de mí antes de caminar apresuradamente en línea recta hacia el escritorio de ébano y arce blanco.

Enciendo la lámpara colocada en la esquina y comienzo a abrir los cajones, revisándolos tan silenciosamente como puedo en busca de una agenda. La ansiedad aumenta con cada minuto que pasa porque todo lo que encuentro son periódicos, planos, un arma e incluso una botella de whiskey, pero ninguna agenda.

Cerrando el último compartimento, tamborileo ausentemente los dedos sobre la superficie mientras escaneo la habitación. Pienso en donde escondería una agenda si fuera mi padre hasta que la respuesta me golpea en el estómago: en ningún lado porque dicha agenda nunca existiría.

Dándome por vencida, suspiro pesadamente y dejo que mi cabeza caiga hacia adelante mientras pienso cómo puedo conseguir la dirección que busco. Estoy tan perdida en mis pensamientos que me lleva varios minutos darme cuenta del ordenador portátil negro que descansa sobre el escritorio justo frente a mi rostro.

Decidida a darle una oportunidad, me dejo caer sobre la silla de cuero y lo enciendo. Espero impacientemente a que carguen los programas y luego, sin perder ni un segundo, abro el navegador de internet para dirigirme a la sección de mapa.

Y sólo cuando coloco mis dedos sobre las teclas es cuando me doy cuenta de dos problemas en los que jamás había reparado antes:

1. No sé con exactitud la dirección a la que quiero ir. Sólo sé que es en algún lugar cerca de Edmonton.

2. Ni siquiera sé en dónde demonios vivo.

En los casi veintitrés años que he vivido aquí, jamás me fue necesario saber en dónde se ubicaba geográficamente el bosque en el que los bastardos de mis padres biológicos me abandonaron para que el destino eligiera si debía morir o vivir.

Recordando las veces que viajé a la ciudad para realizarme los estudios y ecografías, sé que estoy a casi una hora de la ciudad de Calgary. Me esfuerzo por recordar algún detalle de la noche en que conocí a Carter que pueda servirme en estos momentos; y luego de unos minutos en los que sólo consigo un creciente dolor de cabeza, recuerdo a un oficial decirnos que el puente que necesitábamos cruzar estaba momentáneamente cerrado por una amenaza terrorista.

Con una sonrisa de suficiencia escribo en el recuadro de búsqueda las palabras "puente" y "Edmonton", pero esta rápidamente se borra de mi rostro cuando más de veinte resultados aparecen.

VenganzaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora