CAPÍTULO VII

141 28 17
                                    

GAIA

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

GAIA.

Despierto con sus nombres en mis labios una vez más.

Algunas personas dicen que todavía pueden sentir el dolor en una extremidad amputada y creo que lo mismo se aplica a cuando un ser amado muere y se lleva un pedazo de tu corazón y tu alma con él. Ha pasado poco más de un año desde las muertes de Gideon y West; y aunque el pensar en ellos muchas veces me quita la respiración y me deja de rodillas en el suelo, de alguna forma las lágrimas dejaron de correr por mi rostro.

Algunas noches siento esos escalofríos y fuegos artificiales en el estómago que me indicaban cada vez que Gideon ingresaba a una habitación y me despierto de sobresalto sólo para descubrir que el otro lado de la cama permanece vacío.

Hay días en que soy tan egoísta que desearía poder olvidarme de ellos, porque perderlos me ha maldecido con más dolor del que pude alguna vez imaginar. Desearía poder odiarlos por dejarme aquí sola, pero no puedes culpar a alguien por morir; por abandonarte a propósito, quizás, como mis padres me abandonaron cuando sólo tenía seis años, pero no por algo que está más allá del alcance de cualquier humano como en el caso de la muerte.

Deseo muchas cosas, pero desear jamás sirve de nada.

La casa está en completo silencio, a excepción de mi constante respiración, mientras permanezco con mis ojos fijos en las líneas doradas que el sol pinta en el techo de la habitación. Espero a que las lágrimas decidan nublar mi vista una vez más, pero nada sucede. Después de tanto tiempo de obligarlas a retroceder, al parecer, he perdido la capacidad de llorar.

Suspirando, saco mis piernas de la cama y camino hacia el cuarto de baño para lavarme los dientes. Cando regreso al dormitorio, acaricio la cabeza de Rocky, quien se encuentra observándome atentamente desde su posición a los pies de la cama, antes de ponerme un par de pantalones cortos y una camiseta de tirantes.

Me paro de espaldas frente al espejo y giro mi cabeza para poder ver la cicatriz cada vez más pálida que adorna la parte posterior de mi brazo derecho, desde mi codo hasta mi hombro. Me he rehusado a mirarla por más de cinco meses, porque la atroz línea roja que parecía haber sido dibujada con un crayón era un constante recordatorio de que yo seguía viva cuando en realidad no quería estarlo.

Sujeto mi cabello en una pequeña coleta en la base de mi cuello y me coloco las zapatillas deportivas antes de descender las escaleras hacia la cocina por una taza de café. Ni siquiera me molesto en tomar asiento a la barra del desayunador o a la mesa del comedor; en cambio, permanezco de pie con la humeante taza entre mis manos y mis ojos enfocados en el bosque del otro lado de la ventana.

Miro los frondosos árboles que rodean la casa, algunos de ellos con sus troncos tan altos que ni siquiera puedo decir dónde terminan, y a los animales que por momentos alcanzo a vislumbrar, como la ardilla gris que se mueve constantemente desde las ramas de los árboles al suelo y el joven ciervo que camina despreocupadamente antes de ponerse a pastar en una mata de hierba.

Le doy un último sorbo a mi café y lavo la taza antes de abandonar la casa. Cierro la puerta tras de mí y me obligo a moverme poco a poco, en un trote, por el camino hacia el gimnasio; aunque mis pies me desobedecen y entran en una carrera a toda potencia sólo segundos después. Cuando el edificio de concreto aparece en mi campo de visión, bajo la velocidad a un trote y luego a una caminata. Mis pulmones trabajan con esfuerzo y estoy sudando a pesar de la fresca brisa matutina.

Ingreso al gimnasio con el olor estéril llenando mis fosas, escuchando el sonido de los sacos de boxeo siendo aporreados y los gruñidos de los hombres entrenando.

Sólo toma un momento antes de que ellos me noten. Aryeh detiene la pera de boxeo que había estado golpeando, Wyatt ralentiza su velocidad en la cinta y Burne coloca una barra de pesas que había estado levantando en el banco. Los únicos que no detienen lo que están haciendo son Marlon y Zev, quienes arremeten uno contra otro. Uno lanza un puñetazo, el otro lo evade y contraataca. Incluso en los pocos segundos que estoy observando, puedo ver que es sólo cuestión de tiempo antes de que uno de ellos se canse y el otro gane ventaja.

Con el sonido de los huesos impactando contra la carne cuando uno de ellos aterriza un golpe en su contrincante, hago mi camino hacia Aryeh. Las hebras de su cabello dorado se adhieren a su frente por el sudor y su pecho desnudo asciende y desciende rítmicamente.

—No estaba seguro que vendrías —dice en cuanto me detengo frente a él. Se limpia las gotas de sudor de su frente con una toalla y se la coloca encima del hombro.

—Te dije que lo haría —respondo sin encontrarme con sus ojos; en cambio, me concentro en las levantadas cicatrices que cubren su piel y algunos de los tatuajes que adornan, en su mayoría, el lado izquierdo de su cuerpo: el rugiente león en su pectoral izquierdo que le hace honor a su nombre, el diseño de un sol y una luna que comparte con su hermana gemela y la representación del infierno que cubre cada centímetro de su brazo, desde su hombro hasta sus muñecas.

—¿Estás lista para ponerte a trabajar? —pregunta, llevándome al saco de boxeo. Me arroja un rollo de cinta que atrapo inmediatamente antes de colocarse detrás del saco y mantenerlo en su lugar—. Haz lo mejor que puedas.

Miro alrededor de la habitación para ver que todos han reanudado sus actividades, pero con menos entusiasmo. Como si fuera una fachada para espiar.

Envuelvo rápidamente la cinta alrededor de mis manos y me pongo manos a la obra. Con cada golpe, destierro el miedo y el dolor que me habían estado cubriendo como una segunda piel durante todos estos meses. Desafortunadamente para Aryeh, tengo suficiente rabia, miedo y resentimiento acumulado como para tres vidas enteras. Después de unos cuantos dolorosos golpes encuentro mi ritmo y mi acompañante ya ni siquiera puede sostener el saco sin sentir el impacto de ellos.

En algún momento el saco azul desapareció de mi mente y todo lo que ahora puedo ver es la cara de mi enemigo. O más bien, la máscara lobuna que usaba cuando decidió acabar con todo mi mundo en una sola noche.

Pienso en los últimos meses, en la forma en que me quedé escondida, llorando a cada hora, y aprieto la mandíbula. Porque después de lo que parecen eones, finalmente me doy cuenta de que he estado haciendo todo mal. Que no era olvido lo que mi alma realmente anhelaba. Sólo la venganza, simple y llanamente, hará que mi vida vuelva a tener sentido.

Quiero hacerle sufrir.

Quiero que grite tan fuerte que sus labios se rompan en las comisuras. Que se ahogue con su saliva y sangre al pedir piedad mientras acabo con su vida. Voy a destruirlo tan lentamente que va a estar consciente hasta el último segundo. Voy a mantenerlo vivo hasta que me ruegue que lo deje morir, pero aun así, no lo dejaré ir tan fácilmente; porque eso es lo que se merece por arrebatarme mi vida entera.

Me caen gotas de sudor por la sien y mi mandíbula está tan apretada que me duelen las mejillas. Ni siquiera me doy cuenta que he atraído una multitud hasta que Aryeh pide un descanso. Todos me contemplan con expresiones de asombro y confusión, e incluso Wyatt me asiente con estima. Todos excepto Zev, quien se encuentra de pie en el mismo sitio en donde luchaba contra su mejor amigo con los brazos cruzados sobre el pecho.

Tengo que reprimir el impulso de sonreír cuando sus ojos grises, tan parecidos a los de su hermano que a veces duele mirarlos, se estrechan. Sus dientes se aprietan tan fuerte que puedo ver los músculos a lo largo de su mandíbula agitarse con desdén al recibir mi mensaje alto y claro.

Sólo hay un tiempo limitado para que una persona pueda operar con el piloto automático y el mío se ha acabado.

No soy una cobarde. No me escondo. Ya no.

VenganzaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora