Capítulo 6

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Al cerrar la puerta, Leila se cruzó de brazos.

-¿Dónde estuviste?- Preguntó autoritaria. Yo levanté los hombros.

-Con un amigo. Se llama Axel, estuve con él en una cafetería-. Dije restándole importancia al asunto.

En resumen, toda la tarde estuve con mi mejor amiga, le comenté que mañana faltaría a clases y ella lo entendió.
Por eso era mi mejor amiga, o como mi hermana, conocía mis defectos, temores y alegrías y aún seguía a mi lado, apoyandome.
Alrededor de las 5:12 de la tarde, decidí emprender camino a mi casa. Al llegar, ví a mi madre al borde de las lágrimas.

-Es alta, cabello rojo y rizado...- Se volteó y me vió- Lo siento, acaba de llegar a casa.
Colgó, su rostro era una mezcla de alivio y enojo.

-¿Dónde diablos estuviste?- Preguntó con la mandívula tensa.
-En casa de Leila. Te envié un texto- Señalé su celular, lo cogió y lo revisó. Se puso roja.
-Lo...siento. No lo escuché.
-Da igual-. Creo que, todo me da igual. Subí a mi habitación y cerré la puerta.
Me acosté boca arriba en el colchón y observé el techo. Era hermoso. Su azul celeste resplandecía. Miré encima del tocador que estaba frente a la cama. Los cuadros de pintura que compré a espaldas de mi madre. La firma no contenía nombre, pero si los veía le daría un ataque al corazón. Debía admitirlo, mi padre pintaba excelente. El cuadro de en medio era mi favorito. Y estaba segura que era yo.
Una adolescente pelirroja y rizada de espaldas, en mitad de la lluvia con una margarita en la mano. La pintura no tenía claras las pinceladas, estaba como borrosa. La otra era una mano en el pasto. Y la última, unos hermosos ojos violetas. Esos ojos transmitían varios sentimientos al verlos. Con la pálida tes del rostro hacían un gran contraste de color, y un rebelde rizo chocolate se escabullía en la frente.
Cada pintura, cada detalle y cada pincelada, me acercaban a mi padre. Aquel hombre que quizo ser libre como la gaviota y seguir su vuelo. Aquel hombre que volaba de puerto en puerto, pero que dejaba un enorme vacío al irse. Aquel hombre, que lleva por nombre Alan Carter.
Cuando mis padres firmaron el último papel, mi madre me llevó al registro civíl y cambió completamente mi nombre. De Megan Ann Carter pasé a Mérida Hamilton -apellido de mamá-. No nos mudamos, pero terminamos de pagar la casa. Aún pienso que mamá no quiso mudarse porque tenía la vaga esperanza de un día abrir la puerta y encontrarlo con una maleta, mientras alegremente pasaba como Pedro en su casa y se quedaba a vivir.
Pero no. Vivimos muchos sueños, y tenemos esperanza en que un día se cumplan. Pero tenemos que afrontar nuestro enemigo. La realidad.

Suspiré y me levante de la cama, me acerqué al barandal y observé Liverpool. Mi casa no estaba lejos del puerto. 15 minutos a pie. Liverpool es enorme. Y he visitado la mitad de la ciudad, desde hospitales y librerías hasta antros y la famosisima "Caverna". Sí, donde los 4 estuvieron. Realmente, no soy muy fan de ellos. ¡Y en Liverpool hay muchos museos de The Beatles!
Me gusta más Artick monkies, Lana del Rey o simplemente Ed Sheeran. El pelirrojo altera mis hormonas.
Cerré los ojos y dejé que la fría brisa golpeara levemente mi rostro. Y empezé a soñar despierta. Soñé con sus oscuros ojos. Grandes, y con millones de misterios. Su alborotado cabello y su extravagante aroma a loción masculina y humo de cigarro. Es delgado. Se le notaba la clavícula y demasiado alto. Bueno, ni tanto. Su preocupación a mi llanto y su enorme carísma. Todo él era perfecto. Él chico ideal.

-Cariño, ven a cenar-. Escuché la voz de mi mamá en la cocina. Me quite los zapatos y bajé.
Me senté en el ante comedor y el plato con espaguetis me esperaba. Comenzé a comer.

-Me llamaron del colegio.- Dijo mamá como si nada. Casi me atraganto con la pasta.
-¿Para qué?- Pregunté con inocencia.
-Avisar lo que pasó hoy. ¿Cómo hizo esa jovencita para saber tu esquizofrenia? ¿Le dijiste?- Preguntó curiosa mi madre. Negué con la cabeza.
-Leyó mi historial. Pero dá igual. La gente se enferma cada maldito día...- Contesté con indiferencia. Mi madre asintió y frunció los labios. Seguimos cenando.
Todas las noches, me pregunto que es comer con un padre. Que estemos cenando y la puerta se cierre. Llegue mi padre cansado por otro agotador día en la empresa, salude y cenamos.

-Termine.- Le contesté a mamá mientras dejaba mi plato en el fregadero. Mamá se levantó y dejó el gran y poderoso vaso de malteada de fresa en la mesa y varias pastillas.
Odiaba los putos medicamentos. Sus efectos colaterales estaban del asco. Antes de dormír, se me revolvía el estómago y fuertes mareos inundaban mi cuerpo. El vómito y las naúseas se formaban en mi panza. Y varias veces llegué a desmayarme.
Cuando esos amargos medicamentos llegaron a mi estomago, subí las escaleras a mi cuarto y cerré la puerta tras mí.
Deshice la cama y me metí a dormir. Total, mañana no iría a clases.

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