La mamá mandó a comprar pan a la niña.
Mamá enojada, pensó vagamente la chica, mamá cansada, hermana chica amotinada debajo de la cama, la otra envuelta en toallas con el pelo húmedo en el baño. Y mamá no se dio cuenta que llovía otra vez; el paraguas oculto detrás de la puerta. Y la niña se encogió de hombros, abrió la reja y miró al perro en forma fetal debajo del ciruelo: entre las costillas le asomaban porotos; terminó de cerrar la reja.
Se fue brincando. Abrió las manos, la lluvia la golpeó a ella, oh, golpes de amor, pero mira que bella tarde de invierno es esta, pensó vagamente la chica con los jeans bajos y atajando las gotas de lluvia con la lengua. Qué sabrosa estas, lluvia que me golpea suavemente.
Se resistió a moverse con celeridad y en algún momento se detuvo por completo y se vio atravesando la puerta de la panadería. Un hombre inclinado detrás del mesón buscando algo en el cajón del cambio. Lo oyó decir que el pan aún no salía, que se esperara un poco, que ya estaba casi listo. La niña se dio la vuelta para ver por el vidrio los hornos industriales, había un hombre y estaba metiendo el pan en el horno que estaba a la derecha. La niña solo podía esperar a que el de la izquierda (había solo dos) ya estuviera cocinando el pan.
Se acercó al umbral de la puerta y vio que la lluvia aminoraba de apoco. Ah, la puso triste un poco, un poco así; no te vayas, aún no, plis, espérame. Pero cuando salió con la bolsa en la mano ya había dejado de llover y comenzó a sentir la incómoda humedad.
No miró hacia arriba, acomodó la lengua en el paladar y balanceó la bolsa del pan y cruzó por la reja y no miró al perro con la garrapata chupándole la sangre de la carótida con las hojas del enfermo ciruelo desparramadas alrededor. Entró a la casa y dejó el pan en la mesa. Sus dos hermanitas estaban viendo los monitos por la tele.
