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El día siguiente continuó con normalidad, poco a poco ya iba habituándome al ritmo campirano y mis pies ganaban experiencia en cada pisada de tierra colorada que hacía. Me vi en la penosa necesidad de subir un poco el ruedo de mis vestidos a causa de las continuas manchas del barro cobrizo que se estampaba en mi por las incesantes lluvias. La suciedad no era el problema, ya estaba habituada a un poco de fango en las suelas, lo que realmente me aterraba era tener que ir a ese fatídico lago a buscar agua para poder lavar mis prendas.

También tenía que acostumbrarme a aquello, tarde o temprano la señora Mirtha se marcharía y no tendría excusa para negarme a emprender el camino a la laguna. Pero, suplico por entendimiento, el tener la imagen mental de la pobre señorita Catalina siendo arrastrada al fondo de las rojizas aguas no ayudaba en lo más mínimo a mi amigue con ese lugar.

Impartí mi segunda cátedra como era de esperarse, poco a poco el ingenio se mezclaba con el conocimiento y la curiosidad era el aliciente fundamental para despertar algún rayo de vital claridad en la mente de mis alumnos. Luz, siempre decorosa, sonreía con algo de malicia cuando respondía alguna pregunta vaga que su infantil mente conocía la respuesta, por otra parte el querido Jonás era reticente a la lectura, pero poco a poco desperté su entusiasmo cuando le mencioné las leyendas de seres del bosque, hadas y magos.

Aún nos quedaba un largo camino que recorrer, pero sí todo nuestro ritmo se mantenía constante como lo había sido en mis dos primeras clases auguraba éxito en cuanto a la instrucción de ambos niños.

Salimos varias veces a caminar los tres, primero evitando los charcos y algunas veces permitiendo que Luz levantara la cola de mi vestido, como sí yo fuese una novia en su recta hasta el altar, evitando así que me ensuciase y me viera en la penosa situación de tener que lavar mi ropaje.

Disfrutaba lo campestre, ya estaba aprendiendo a recibir los halagos de la naturaleza. No me malentiendan, en el poco tiempo de mi estancia, apenas esos cuatro días, había tomado un afecto inmenso a esos tiernos niños y hasta tenía un aprecio por la callada señora Mirtha, pero mi momento favorito del día era ver el alba romper sobre el firmamento.

Quizás algunos lo llamarían melancolía, otros añoranza, pero esperaba estática contra la única ventana del recibidor a que los primeros rayos de la mañana iluminaran la meseta en la que estábamos situados. No perderé el tiempo relatándoles mis lapsos mentales de cruda intimidad, pero puedo decir que solamente pensaba... La lumbre natural poco a poco encandilaba mi cara y yo dudaba un poco, era natural. No cualquiera se habría animado a emprender mi viaje a un paraje tan desolado y tendría paz en sus neuronas sin tener albergada alguna lejana imaginación.

Yo me quedaba allí, viendo por la ventana, quizás visualizando todo aquello que jamás tuve marcharse por el horizonte. Cuando por fin mi razón volvía y la luz solar cubría por completo nuestras tierras me animaba a salir y contemplar la pequeña huerta.

Poco sabía yo de cocina, apenas lo suficiente como para no desfallecer de hambre, pero en el momento exacto en que la señora Mirtha mencionó su partida supe que debía instruirme en la cocción de las verduras de nuestros sembradíos y ampliar mi recetario con algunos platillos para matar el apetito de mis pupilos.

En silencio la observaba cocinar, tomando nota mental de todos los pasos que ella seguía e intentando memorizarlos. Aquella noche yo cocinaría y realmente la vara estaba demasiado alta para mis conocimientos novatos, pero igual me esforzaría.

Anteriormente habíamos pactado en conjunto (también incluyendo a los niños) que todos nos daríamos una pequeña escapada al pueblo en búsqueda de algunos insumos. Nuestros fondos eran escasos, pero por lo menos cubrían la cuota del pago de unas cuantas melazas para nuestros infantes y unas cuantas telas para nuestro desgaste.

ObregónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora