Como quien intenta recordar un sueño, así veo yo mi arribo a San Ignacio. A veces tan claro y otras tantas difuminadas en mi memoria, mi llegada trae consigo sabores añejados y recuerdos sepias desdibujados a causa de la súbita melancolía que me supuso abandonar la capital. Me tomó una semana entera el decidir mi porvenir, dado a que la decisión se bifurcaba entre lo conveniente y lo que realmente quería. Al final, como era de esperarse, mis padres tomaron riendas en el asunto y prácticamente me introdujeron dentro de la diligencia que me encaminaría a aquellas tierras hasta el momento desconocidas.
Mi camino tuvo la cantidad de piedras necesarias como para aletargarme entre sus movimientos, mis expectativas eran bajas, pero, para mi fortuna, fueron gratamente superadas debido al encantador recorrido con el cual era arropada.
El clima, igual de cálido que siempre, hizo que la melaza que empezaba a atar a mi conciencia se despejara perfumándola con un agradable petricor de la llovizna que nos envolvía. Aves de todos los colores (varias desconocidas para mis ojos enjaulados) engalardonaron mi paso con su canto mientras que poco a poco me acercaba a mi estancia final.
Redacto esto casi a dos meses de mi llegada y si no fuera por los desventajosos sucesos que he vivido en estas tierras podría decir que en otra situación o quizás en otra vida, me habría quedado aquí. Echando raíces, animándome a tener mi propia familia y hasta adornando tan noble tierra con mi anónima tumba, pero no.
Intentaré redactar todos los hechos en cuanto los he vivido hasta que los días correspondan con las páginas y así quizás alguien sea testigo mudo de lo que yo he vivido, acompañándome en este martirio y compartiendo el sufrimiento de mi alma.
Mi viaje fue tranquilo como ya se los he mencionado, partí de la capital y casi con el sol al oeste, tamizado por las grises nubes que siempre me asediaban, llegué a San Ignacio. El pueblo de unos escasos setenta habitantes se mostraba pintoresco, bastante curioso por mi llegada, dándome aquella simple muestra de amabilidad mediante las cabezas que se asomaban por los ventanales de la casas de adobe.
Brindé una amplia sonrisa ante la insistencia de las miradas y dejé que mis piernas se estirasen un momento antes de emprender marcha a lo que yo suponía que sería mi nuevo recinto, la única escuela visible se mostraba orgullosa frente a la plazoleta, pero el cochero de mi diligencia me detuvo con una serena mano en mi hombro.
Como habrá sido mi cara para que él prácticamente se riera por el estupor que mis mejillas gritaban. Entre susurros caballerosos el buen muchacho me mencionó que aún mi viaje no había terminado. Mi travesía continuaría a lomo de burro entre la más profunda selva, quizás desconocida para los propios pobladores de tan agradable pueblo, para terminar en una apartada casona al costado de un lago, la cual el estado había tomado como la escuela N° 4 de nuestra noble provincia.
Fatigándome de antemano por el camino que me tocaría recorrer solo aguardé en un costado del polvoriento sendero observando como mi anterior transporte se marchaba sin prisa para luego perderse en el horizonte. Allí, a la vista de decenas de pares de ojos, solo aguardé a que mi recorrido continuara. No sabía cuál sería mi destino, pero encomendé una oración a cualquier santo que quisiera escucharla.
Pasó alrededor de media hora hasta que mi nueva escolta llegara, un humilde hombre, deduciblemente nativo, se acercó a mí arriando dos animales de carga, luego de saludarme con una marcada reverencia y presentarse citando mi nombre, me monté en la bestia lista para lo que sea que Dios quisiera conmigo.
Para mi deleite, el camino hasta la que realmente sería mi nueva residencia fue mucho más agradable que el primero. Sacando a los mosquitos de cualquier oración que escribiese, realmente disfrutaba del perfumado aire y los cantarines sapos que croaban a mi paso.
La noche poco a poco comenzó a marcarse, pero en mí no había ni la menor pisca de miedo gracias a la ruda presencia de mi escolta. De pocas palabras y hasta osco, aquel aborigen se mostraba conocedor de la zona y no me apena en lo más mínimo el decir que a su lado no temí por alguna calamidad que pudiese sucederme.
Sabía bastante bien que en San Ignacio no encontraría ciertas comodidades a las cuales ya era afecta en la capital, pero el solo hecho de pensar en cómo lavaría mis manos al llegar ya había sembrado una duda que poco a poco germinaba en mi cabeza y se encaminaba a la malsana curiosidad.
Mientras los grillos acompañaban las pisadas de mi burro una suave llovizna me tomó sin abrigo. Al principio no le di importancia, pero al cabo de veinte minutos ya tenía mi ropa empapada me avecinaba un pronto resfriado que seguramente sería el primer recuerdo que atesoraría de aquellas tierras.
Mi compañía con una ligera tos fingida me dejó en claro que pronto llegaríamos, cuando tuvo mi atención sus ojos negros apuntaron a una débil luz que se mostraba cercana, apurando así el paso de nuestro arribo.
Cuando casi llegábamos a nuestro destino unas imponentes ruinas me tomaron por sorpresa, aquella arquitectura corroída por el tiempo de soberbios muros apenas erguidos parecía lúgubre a la distancia y tétrica a la cercanía.
Quizás la suspicacia de mi diligente fue mucho más aguda que lo que pensaba, porque cuando notó mi mirada intranquila solo mencionó una única palabra.—Jesuitas.
Elevando mis cejas a las estrellas y suspirando ante lo obvio, comprendí que aquella edificación había sido una de las tantas maravillas arquitectónicas que los religiosos habían abandonado en su repentina huida al ser echados por los españoles. Quizás fue por la influencia de mi madre o por el oscuro pozo de agua que detrás de dichas ruinas se mostraba como un lago, pero me persigné con un escalofrío grabado en mi espalda, haciendo que me congelase en pleno enero.
La pequeña luz que antes se contemplaba como un utópico espejismo poco a poco comenzó a crecer, revelando en sus cercanías unos cuantos pequeños campos de cultivo y unos inocentes juegos improvisados para niños construidos a base de troncos secos y cuerda.
Aquel lugar que tímidamente se me revelaba no era un castillo, ni mucho menos nada parecido, pero tampoco era la pequeña choza que yo me imaginaba. Mucho más amplia que mi domicilio en la capital una antigua casona cortaba mi sendero teniendo en su enorme portal de hierro a tres personas paradas aguardando mi arribo.
Quisiera quedarme con esta primera impresión de Obregón, recordarla así y borrar cualquier hecho posterior a ese momento, porque mi visión de ese instante fue magnifica. El césped cortado a fuerza de machete aún despedía su característico perfume mientras que de las ventanas de la casona diversas macetas con flores rojas silvestres brindaban un agradable colorido al marrón rojizo de la fachada.
Sonreí de manera genuina al saber que en esa edificación por lo menos podría vivir de manera humana, pronto mi buen ánimo se arraigó cuando descendí del animal cargando a duras penas mi valija y recobrando la sensibilidad de mis piernas al hacer un primer paso sobre un rústico camino de laja.
A mi encuentro llegó una de esas tres personas que velaban por mi llegada, un amable caballerito de no más de ocho años se mostró bastante animoso quitándome prácticamente mi equipaje de las manos y arrastrándolo hasta el portal principal.
Fue amor a primera vista con ese niño y sus amarronados ojos, sé que el corazón no debía ganarme, pero vislumbré esperanza en su cobriza piel y su sonrisa falta de piezas dentales. Siguiendo sus pasos, pronto llegué al encuentro de las dos damas que aguardaban bajo el umbral, supongo yo que protegiendo de la llovizna sus floreados vestidos.
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Obregón
HororMiedo es lo que sentí cuando lo vi por primera vez, arrebatándome el sueño. Pánico es lo que viví al enterarme su origen, haciendo que rezase para que todo fuera una pesadilla. Al miedo pude superarlo, pero el pánico me persiguió toda mi vida al sab...