Volver a Obregón no fue nada sencillo, anteriormente ya había manifestado mi egoísta necesidad de abandonar por completo aquellas tierras de los destellos de mi memoria, pero ahora, completamente sola de cualquier ayuda adulta que pudiesen brindarme, me sentía como la pequeña Clarita, una vez más, en la espera de que su madre apareciera, subiera su falda y la castigase con alguna varilla.
Me faltaba coraje, en mis venas no corría ni una minúscula gota de valentía, pero de nuevo estaba allí, sobre la diligencia mientras que el pobre Chumira no quitaba sus ojos del ancestral camino que recorríamos como si aquello fuera el preludio de un cadalso.
¿Qué tan desesperada debía estar en ese momento como para haberme refugiado en un mal desconocido? Solo les pido comprensión, porque sé que lo que hice después de ese día es totalmente reprochable, pero, por favor... Pónganse en mis zapatos un mísero momento. Ese día, ya con el sol susurrando en mi hombro las tiernas despedidas de un padre, tuve el coraje de comprarme una botella de vino.
Desde esa revelación que anteriormente leyeron yo decidí empezar a escribir mi testimonio. Espero que nunca nadie se cruce con esto, deseo con todas mis fuerzas a que esto quede sepultado en mi cajón de noche o en la valija de viaje solo teniéndolo como un recuerdo de las curiosidades de mi memoria, pero escribir, de alguna manera casi sobrenatural, me hace sentir que no estoy sola.
Cuando el lápiz comenzó a trazar la primera hoja de este relato escondido en mi bitácora me traspasó una conciliadora compañía que acalló con una imaginaria mano amiga el ruido de la noche, antes llamado música por mí misma, que en cada una de sus sinfonías de sapos e insectos, con cada tronar de un trueno o la luminiscencia de un rayo, me había comenzado a estremecer.
Retornando al camino a Obregón, solo una cosa repetía una y otra vez mi cabeza, "calma". "Cálmate, Clara". "Sé que nada de esto es creíble, pero debes encontrar algo lógico en este mar de locura".
Las ruedas avanzaban, la noche se apresuraba apabullante sobre nosotros y el buen Chumira cegado por sus obligaciones solo se mantenía aferrado a las riendas y a la fusta con las cuales controlaban al burro.
Me faltó el valor y quizás la seguridad de una mujer de temple como para invitarlo a pasar a Obregón y quedarse toda la noche, pero mi conciencia casi clasista me frenó envolviéndome en diversas suposiciones. ¿Cómo se suponía que yo, una criolla blanca, invitaría a un indígena a compartir techo? ¿Qué pensaría? ¿Lo tomaría como un ofrecimiento carnal?
Sabe la vida que prefería morirme en mi gracia virginiana antes que vivir con el honor manchado, así que solo guardé silencio mientras que una tenue luz en el horizonte me dejaba en claro que cada vez nos acercábamos más a Obregón.
Las ruinas me saludaron y el croar de los sapos cada vez se hacía más insoportable, tomando casi la tonalidad de una marcha fúnebre. Respiré hondo y en un pestañeo, que deseaba con todas mis fuerzas que fuese eterno, llegamos a Obregón.
Seguramente el ruido de la diligencia avecinándose anunció mi llegada, porque los niños llegaron rápidamente a mi encuentro casi sacando de su marco la desvencijada puerta de entrada.
Luz sostenía una candela, iluminando su rostro y mostrándome sus delicadas facciones, por otro lado, el buen Jonás con aquella expresión seria solo me dejó saber en el repentino gesto de dicha que realmente temía a que no volviera.
No quise bajar, pero Chumira ya había detenido la marcha y esperaba ansioso a mi partida, así que solo pude dar un resoplido al viento, perfumándolo con mi pena, mientras que descendía y los niños corrían a mi encuentro.
— ¿Cómo le fue? ¿Está sana?—Fue lo primero que preguntó Luz mientras que inspeccionaba casi con la sagacidad de un águila mis compras.
—Sí, por suerte estoy en perfectas condiciones, pero deberé llevar una vida tranquila si quiero permanecer así. —Mintiendo sin vergüenza, fue lo único que pude decir intentando que el subconsciente de aquella niña entendiese mi mensaje cifrado. Si ella amaba a su maestra tanto como decía, debería evitar a toda costa que algo me incordiase y con ello me refería al seudopadre que poseía. —Por cierto, traje más miel. —Extendiéndole el frasco a mi joven pupila, la invité a marcharse en una sutil oferta. — ¿Por qué no la pones en la mesa y preparas todo para merendar, Luz? Muero de hambre.
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Obregón
TerrorMiedo es lo que sentí cuando lo vi por primera vez, arrebatándome el sueño. Pánico es lo que viví al enterarme su origen, haciendo que rezase para que todo fuera una pesadilla. Al miedo pude superarlo, pero el pánico me persiguió toda mi vida al sab...