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No hace falta que ustedes, pobres inocentes que por desventuras de la vida terminaron con mi cuaderno entre las manos, usen tan desgastantemente su imaginación para dibujar en su mente como fue mi expresión en ese momento. Su primera impresión fue correcta, mi cara estaba desencajada en una mueca estupefacta de pleno horror.

Aquello no era miedo, el miedo es una de aquellas emociones viscerales que llega a nosotros y se marcha casi con la velocidad de un cometa una vez pasado su primer sobresalto. Lo que yo sentía en esa instancia era un auténtico pánico. Todos mis recuerdos habían sido embotellados con el corcho de una supuesta fiebre que me atacó con ahínco, y etiquetado como delirio como si de una botella de vino se tratara. Pero ahora el buen Jonás con una tan sencilla pregunta había servido una gran copa de mis fobias, teniendo en sus irreales uvas la nota del estupor y yo por desgracia había quedado ebria en el primer trago.

Tapé mi boca con la palma de mi mano, no quería gritar, ahora me sentía observada desde cada marcada rendija escondida en las ventanas o en la grieta más visible de mi cuarto. Desprotegida y teniendo como único celador a un niño que sabía demasiado, tomé el coraje suficiente como para mantener la cordura en mi propia saliva y murmurar en una profunda voz baja. —Jonás... Yo pensaba que había inventado todo aquello... Por Dios. —Sin creerme lo que yo misma decía, en una actitud casi masoquista demandé por más información. — ¿Cuándo fue la primera vez que lo viste?

—Yo... —Como intentando buscar coraje en el brillo de la candela que sostenía, el solo contempló la lumbre de la llama y comenzó a hablar. —Hace un año apareció por primera vez, lo vi entre los matorrales. Al principio solo pensaba que era un enfermo que venía a mirar a la señorita Catalina, no le dije nada a nadie... Después una vez pude verlo por el pasillo de Obregón. Ahora, desde que usted llegó, se mete a mi cuarto y rompe cosas.

Trayendo a mi memoria una de las primeras experiencias que tuve en Obregón, recordé como una noche la jarra de agua de Jonás había terminado estampillada en el piso, partida en un millón de fragmentos, mientras que yo culpaba al adormecido niño por una falsa torpeza.

Temblante y sumida en mi propio estupor, pude ver como una lágrima cristalina descendía por su mejilla. Aquella gota tibia pareció sacarme de mi pose congelada de miedo genuino, haciéndome recordar que yo era la adulta responsable del bienestar de ese pobre infante. Apartando suavemente la vela de sus manos, por primera vez en mi vida lo abracé con fuerza. Jonás intentaba con todas sus fuerzas no llorar y caer en un sonoro sollozo, pero su naturaleza aniñada poco a poco se delataba con pureza en los continuos sorbos de su nariz. Acurrucando su cabeza en mi hombro, solo pude preguntar lo primero que llegó a mi mente. — ¿Qué haces cuando él aparece?

—Me quedo quieto, así piensa que estoy dormido... Le tengo mucho miedo.

Obregón, antes fuente de alegría, en un instante cambió de manera súbita a la más negra penumbra. Haciéndome dudar de cada claridad que asomase por mis ojos, temía que a la luz de las velas ese rostro monstruoso se revelase y estirara sus duras manos, tomándome entre ellas y arrastrándome al abismo negro del cual no había escapatoria. Mi pobre niño había cargado con ese secreto demasiado tiempo... Condenándolo al silencio de una pena solitaria. ¿Qué tan fuerte debía de ser su espíritu para ahora causarme una sana envidia? Yo, ya con una vida formada, quería huir de Obregón al primer rayo del alba, pero él, aquel hombrecito que aún no superaba el metro cincuenta, se mantenía allí quieto... Quizás cumpliendo un deber imaginario que el mismo se había impuesto.

Soltándolo y haciéndome a un costado de mi propio lecho, me senté en el margen de mi cama. Agarré mi frente como intentando que mis propios pensamientos no escapasen de mi cabeza y causaran estragos al anidar en el techo como si fueran nubes de tormenta y nos bañasen a ambos con mi miedo. Respiré hondo, conté hasta tres y golpee el delgado colchón a un costado mío, invitándolo así a sentarse a mi lado y empezar con la confesión más tétrica que jamás en mi vida había escuchado o volveré a escuchar. — ¿La señora Mirtha sabía algo de esto?

ObregónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora