12

97 21 20
                                    

¿Qué tan perturbada tiene que estar una mente como para repetir de manera incansable un hecho que anteriormente había condenado al olvido?

Allí estaba yo, recostada aún con la ropa de día sobre los viejos hilos de mi sábana, teniendo como un mantra de condena un rostro convertido en palabras que susurraban en bucle a mí oído la sensación de espanto.

Con las piernas dormidas, pero con los sentidos a la espera, agudicé mi oído en búsqueda de cualquier ruido delator que revelase que yo no estaba sola.

De nuevo estaba allí, sumergida en la oscuridad de mis pensamientos, viendo a través del cristal de un recuerdo aquel rostro, por llamarlo de alguna manera, que me quitaba el aliento por en sencillo hecho de querer describirlo.

Aguardé todo el día en un ligero estado de invernación emocional a que llegase la noche para por fin poder temblar a gusto como la situación lo ameritaba. Fingí durante toda la jornada una abismal calma en compañía de mis alumnos, hicimos los deberes diarios con un escalofrío colgando en mi espalda y cada vez que tenía que pronunciar algo delante de la pequeña niña que antes había cubierto de tanto cariño mi lengua se trababa, negándome las oraciones, obligándome a callar para no levantar sospecha.

Luz, mi muy querida y ahora temida Luz, no sospechaba nada. Lo sabía porque su trato hacia mí no había cambiado en lo más mínimo. Así que siguiendo con mi improvisada treta solamente me limité a actuar como si nada hubiera pasado mientras que el dulce Jonás seguía a la perfección mi juego.

Las sumas fueron realizadas al igual que las conjugaciones básicas y la oralidad principiante, pero a la hora de la cena mi oración se profundizó casi como un pedido de auxilio. Juntando mis manos con la de los niños supliqué a los cielos por cuidado y fortaleza, recé para que no nos atacase ningún mal y que mi alma inmortal se mantuviera impoluta sin caer en el egoísmo de abandonar a aquellos infantes solos a su criterio.

Necesitaba voluntad. A quien fuera que esté leyendo esto, les pregunto, ¿Qué hubieran hecho ustedes? Antes ni siquiera me había aventurado a alejarme sin compañía de mi propia casa, siempre escoltada por algún brazo celador, ni siquiera había tenido la osadía de levantarme y merodear fuera de mi lecho después del horario de claustro y ahora... Ahora estaba prácticamente luchando sola contra algo que desconocía, aterrándome en mi ignorancia, haciendo que me aferrase a la poca madurez que tenía.

Espere con el llanto atravesado por todo la noche a que el rayo celestino del alba me alumbrara por la rendija del techo. Me sentía una niña pequeña, mucho más indefensa que Luz, a la espera de un trágico final, pero, para mi suerte, nada sucedió durante las horas a oscuras.

"Ahora que me voy a dormir le pido a Dios que guarde mi alma" Fue lo último que escuché murmurar a los pobres niños. Jonás casi depositando en cada palabra una cualidad de mística salvación y Luz de manera robotizada, ella no temía a nada.

Cuando la madrugada por fin llegó prácticamente salté de la cama con mis pies dormidos siendo recibidos por el suelo de manera dolorosa. Miles de agujas se clavaron en mis talones, pero intenté ignorarlas mientras que sin mirar a los costados o si quiera respirar en mi trayecto, recorría el pasillo de Obregón en completo silencio.

La habitación de Jonás apareció delante de mí con su cualidad salvadora, aquel espacio seguro que no era impenetrable más sí me proporcionaba una ligera compañía fue mi único destino. Intentando no asustar al chiquillo más de lo que ya estaba, me senté en su catre y comencé a dibujar imaginarios rizos en su cabello corto, susurrando al pasar de mis dedos su nombre.

Rápidamente el despertó y me miró con aquel rostro aletargado que parecía mucho más maduro para su edad. Como sí entendiese que mi expresión dura solo era una falsedad, el pobre niño preguntó casi sin abrir la boca. — ¿Sucedió algo?

ObregónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora