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Según lo que me relató la buena señora Mirtha, pasé tres días pataleando en mi catre mientras que murmuraba mis delirios a los mudos muros de Obregón.

No sé si fue el espanto que viví o alguna extraña enfermedad que habitaba mis huesos y en mi infortunado encuentro con la criatura encontró un detonante, pero sucumbí de gravedad.

No recuerdo nada de ese tramo, podría jurar que aquella fue la mejor siesta que he tomado en mi vida, pero cuando nuevamente abrí los ojos y vi el solitario techo de nuestra residencia todo lo que recordaba llegó a mí haciéndome sobresaltar casi al punto de revivir mi desespero.

El cuarto se encontraba solitario, pero al costado de mi cama se veían los indicios de los cuidados que sobre mi habían puesto. Jarras con agua fresca, compresas húmedas y hasta un urinal vacío. Como pude me recompuse y, pidiéndole perdón a mi cuerpo adolorido, comencé a caminar con una notoria dificultad mientras que rememoraba todo lo padecido esperando que fuese una pesadilla.

Agarrándome de las paredes y casi lanzando el nulo contenido de mi estómago en cada paso, logré que los tímidos ecos de entonaciones vocales me guiaran al resto de los habitantes de Obregón.

Congregados en el patio interno, el trío de ya conocidos rostros disfrutaba la tarde mirando hacia uno de los matorrales mientras que bebían un poco de jugo dulcemente depositado en la pequeña tinaja que adornaba la portátil mesa de pino.

Llegué como pude, casi arrastrándome, Jonás fue el primero en verme y no tardó en anoticiar mi presencia al resto de los habitantes de Obregón. Rápidamente la señora Mirtha vino a mi encuentro y agarrándome del brazo empezó a lanzar débiles alaridos. —¡Niña vuelva a la cama!

—No, estoy bien... Necesito estar unos instantes de pie. —Como pude, permanecí fijada a una de las paredes, dejando que soportasen en sus viejos cimientos mi peso por completo. Apreté mi frente para soportar el funesto mareo que llegaba a mí, para luego dejar que mi boca expresase la única duda que tenía en mente. —¿Qué sucedió?

—Estos días estuvo volando en temperatura, la encontré tirada en el recibidor...—Notando mi malestar, la señora Mirtha se aferró nuevamente a mi extremidad y comenzó a conducirme hasta nuestra habitación mientras que los niños nos miraban en un expectante silencio, esta vez no opuse resistencia.

—Temía demasiado por usted, Clara... No conseguimos que viniese ningún médico, pero la matrona de San Ignacio la revisó, por suerte no es fiebre amarilla.

Siguiendo mi duro andar, fui depositada nuevamente en mi lecho, sintiendo como mi cuerpo entumido recordaba a la perfección la dureza de aquel colchón. Mirtha, más atenta de lo que jamás la había visto, no tardó en sentarse a un costado de mi cama y remojar uno de los paños en agua para luego colocarlo en mi frente. —Aún tiene fiebre, debe guardar cama.

Ella no se equivocaba, podía sentir en mi helada transpiración una fuerte peste, pero eso era lo que menos me preocupaba en aquel momento. Teniendo una sola premisa en mi garganta, me esforcé por hablar. —¿Jonás le contó lo sucedido?

—Sí, fue una verdadera tragedia. —Arrastrando las palabras, ella continuó. —Le recomiendo que no vuelva a aventurarse cerca del lago sola, ya vimos que es susceptible a las enfermedades y ese lugar es un campo de cultivo para los males...

Teniendo en mi memoria fuertemente tatuado el rostro de aquel ser de pesadilla, solo pude empezar a sollozar. Las lágrimas no tardaron en bañar mi rostro mientras que débilmente restregaba mis adoloridos ojos con el dorso de mi mano. —No sé quién o qué era ese sujeto, Mirtha.

Consolándome, solo tomó mi mano y la apretó con suavidad. —Tranquila, Clara... Nos hizo pasar un susto de muerte a todos, pero pronto mejorará.

—Eso no es lo que me preocupa...—Aun sumergida en mi colérico llanto, como pude me senté sobre el inexistente respaldar de la cama, dejando que la pared de nuestro cuarto cumpliese esa función. —Por Dios, fue horrible...—Llorando como una infanta, poco a poco comencé a liberarme del cruento golpe emocional que había vivido. —No quiero volver a verlo jamás.

ObregónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora