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Obregón, antes fuente de diversos matices de negro espanto, ese día deslumbraba con toda una gama de colores brillantes.

Mi primera noche sola había pasado con una singular calma. En mí mente ya suavizada por la lógica supuse que la ausencia de mí compañera afectaría mi descansar, pero para mí suerte ni bien mi cabeza tocó la mullida almohada prácticamente caí rendida en el sueño.

Al momento de abrir los ojos para dar por iniciada lo que denominaba una nueva época, me fue imposible no girar sobre mi cama y contemplar el segundo lecho ahora vacío que se encontraba a mí diestra.

No quiero que se me mal entienda o se me tome como una descorazonada, sí, extrañaba a mi compañera, más no era la clase de añoranza que me haría suspirar ante su recuerdo. Estaba sinceramente un tanto sorprendida, jamás en mi vida había estado sola. Tanto en mi hogar como durante la formación académica que me brindaron siempre he tenido a una figura amparando mis pasos y dictaminando mi vivir. Muy al contrario de esa remembranza, ahora estaba en completa soledad siendo la única figura de autoridad en una institución. Amparando con mi buen juicio como antes lo habían hecho conmigo y tomando las decisiones que siempre otros pensaban por mí.

No era miedo, era un verdadero y genuino asombro.

Habíamos decidido en conjunto con los niños a no sacar el catre de la buena señora Mirtha de la habitación. Por más que este me restará un considerable espacio en el cuarto, supuse que en algún momento uno de mis alumnos podría ocuparlo, quizás por una enfermedad, un mórbido sueño o por cualquier cosa que me obligará a velar a su lado.

La mañana ahora me sorprendía con la azul letanía que se colaba por el techo y aquello era el punta pie necesario para comenzar mi día.

Cómo era de esperarse, necesitaba un poco de mí sanador egoísmo para resarcir algunos de los daños emocionales que mi delirio había provocado.

Caminar sola por Obregón y contemplar por la ventana era una necesidad imperiosa para dar por iniciada la jornada y, como quién realmente desea un día productivo, le hice caso a mi propio mandato. Miré impávida como el amanecer poco a poco se comía nuestro campo de cultivo, primero regalándome el silencio de la noche en huida, para luego cegarme con la anaranjada letalidad del alba.

1, 2, 3... El día comenzaba y con el un nuevo puesto caía sobre mi cabeza. Era hora de madurar y suprimir algunas costumbres, ahora yo sería quien tomase las decisiones y velaría por el bienestar de mis adeptos.

Al principio intenté imitar las acciones de mi compañera, me coloqué mi muda de ropa con prontitud mientras que con el ceño fruncido comenzaba a asearme.

Pronto me encontré a mí misma parada en medio del pasillo, justo a un costado de las dos habitaciones de mis alumnos. En mi cabeza resonó el clásico grito mañanero de la buena señora Mirtha dando así iniciada la jornada "A levantarse, niños", pero yo sabía muy bien que no era adepta a los gritos y que ese día era de por demás especial como para prolongar una rutina.

A paso calmo me introduje en la habitación de Luz y contemplé a la pequeña aún plácidamente dormida en su cama. Cómo quien deshoja con cuidado una begonia, con suma lentitud me agaché delante suyo y dejé un sonoro beso en su frente. —Arriba, Luz.

La tierna damita de Obregón apenas se movió un poco, refregándose entre sus sábanas al compás de un bostezo, para luego sonreírme con su rostro aún aletargado. —Buenos días, señorita Clara...

Me quedé allí, agachada, tomándome el atrevimiento de calmar un poco su negro cabello con el dorso de su mano. —¿Quieres ayudarme a preparar el pan para el desayuno? —Tomando el tierno movimiento de su cabeza como afirmación, volví a hablar mientras que adquiría una postura normal. —Entonces prepárate, dentro de un momento comenzaré.

ObregónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora