Capítulo 1

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Oh Sehun se arrodilló en el suelo de piedra frente a su camastro y agachó la cabeza para la oración vespertina. Con una mano, cogió el pequeño crucifijo de madera que le colgaba del cuello y acarició la erosionada superficie con el pulgar.

Durante varios minutos susurró en voz baja las palabras que recitaba de memoria desde niña y luego terminó la oración como hacía siempre:


– Por favor, Dios. No permitas que me encuentren –


Se levantó del suelo, tenía las rodillas marcadas por las piedras. El sencillo hábito que vestía lo identificaba como parte de la abadía. A pesar de que Sehun llevaba muchos más años en el convento que las otras personas, no había pronunciado los votos que completarían su viaje espiritual. Nunca había tenido intención de hacerlo.

Se acercó a la jofaina que había en una esquina de su celda y vertió un poco de agua. Sonrió mientras empapaba el paño, al recordar las palabras de la madre Choi: «La pulcritud es antes que la santidad».

Se lavó la cara e iba a quitarse el hábito para terminar de asearse, cuando oyó un ruido espantoso. Asustado, soltó el paño y se dio media vuelta hacia la puerta de la celda; estaba cerrada, pero Sehun se puso en acción de inmediato, la abrió y salió corriendo.

Las otras monjas también estaban en el pasillo y sus murmullos de preocupación iban subiendo de tono. Se oyó un grito procedente de la entrada de la abadía. Un grito de dolor, seguido por otro de angustia y a Sehun se le paró el corazón. Madre Choi.

Junto con el resto de las hermanas corrió hacia el lugar donde se había oído el grito. Algunas monjas se quedaron rezagadas, pero otras avanzaron con rapidez y determinación. Cuando llegaron a la capilla, Sehun se detuvo, paralizada al ver lo que tenía delante.


Había soldados por todas partes. Eran veinte como mínimo, todos con armadura, la cara sucia y el pelo y la ropa empapados de sudor. Pero ni rastro de sangre. No habían ido allí para pedir santidad o ayuda.

El líder del grupo tenía a la madre Choi cogida del brazo y, a pesar de la distancia que las separaba, Sehun podía ver el rostro de la abadesa desfigurado por el dolor.


– ¿Dónde está? — exigió saber el temible soldado –


Sehun dio un paso atrás. Aquel hombre parecía muy peligroso. El mismo diablo. Sus ojos brillaban de rabia, igual que los de una serpiente antes de atacar. Al ver que la madre Choi no respondía, la zarandeó como si fuese una muñeca de trapo y la mujer gritó asustada.

Sehun se santiguó y susurró una plegaria desesperada. Las monjas que había a su alrededor se acercaron a el y rezaron también.


– No está aquí — dijo la madre Choi sin aliento — Ya le he dicho que el joven que busca no está aquí —

– ¡Mientes! — gritó el hombre a pleno pulmón –


Después desvió la vista hacia el grupo de monjas y las escudriñó rápidamente con desdén.


– Oh Sehun. Decidme dónde está –


Sehun se quedó petrificado, antes que, de repente, el miedo empezara a subirle desde el estómago. ¿Cómo le había encontrado? Después de tanto tiempo, su pesadilla no había terminado. En realidad, aquello era tan sólo el comienzo.

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