Por un Helado

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Sentada en la cama de su habitación, soñaba despierta con salir, dar una vuelta, ver los alrededores, conocer la ciudad que la había recibido tan bien y ser parte de ella. Quería salir sin que nada la persiguiera, sin ningún peligro... poder caminar bajo el sol, bajo la luna, bajo lo que fuera. Sonrió con sorna. Lo importante era ser libre.


Tomó una decisión imprudente y cambió sus ropas por un abrigo de cuello alto color verde y unos chinos beige. Esperó a que la oscuridad la protegiera un poco, salió silenciosamente de su habitación y se dirigió a la puerta. Sonrió un poco cuando, traviesamente, asomó la nariz hacia la calle. Tomando valor, salió al callejón y, al ver que el mundo no se acababa, realizó un pequeño baile de victoria.

—Iré por un helado y volveré —musitó—. No notarán que me fui.


Tratando de fundirse con las sombras, caminó libremente y casi saltando hasta la heladería más cercana. Cuando llegó, una explosión de colores la rodeó por todas partes. Mirando alrededor con alegría, casi corrió al mostrador, donde se exhibían las mayores variedades de helados.Una de las chicas detrás del mostrador, viendo su ansiedad, le sonrió amablemente y le ofreció probar. Al final, compró una copa con siete helados de sabores diferentes y salió, haciendo equilibrios con el helado, dirigiéndose a un parque cercano.


Sentándose cómodamente bajo una frondosa sombra de árboles antiguos, suspiró con placer mientras saboreaba el helado, construido a partir de los sabores que pensó podrían gustarles a sus hermanas.


Sonrió tristemente. —Este helado va por ustedes, queridas mías.


Cerrando los ojos, se centró en el placer más dulce del mundo. ¿Quién podría estar de mal genio cerca de un helado? —pensó mientras suspiraba con placer—. Helado... quien lo inventó debe estar en el paraíso.


Cuando terminó, la noche estaba cerrada. No sabía cuántas horas habían pasado desde que salió, pero había disfrutado tanto de ese helado que casi valía la pena el regaño por haber salido sola.


Los hombres de su grupo eran todos unos sobreprotectores, pero entendía que era un grupo matriarcal, donde la mujer era lo más importante; valorada, querida y protegida. Ellos estarían completamente locos si descubrían que había desaparecido. La culpa comenzó a hacer mella en ella; no debió salir sin decir adónde iba ni demorarse tanto. Se levantó del banco y caminó rápidamente de regreso a casa, con la mirada hacia abajo y su brillante cabello escondido bajo un gorro de lana. Siguió caminando sin detenerse, hasta que tropezó con un cuerpo enorme. Intentó rodearlo, pero una mano la sujetó por el hombro.


—¿A dónde vas tan apurada? —La voz era áspera, como lija sobre madera.—No es tu asunto —respondió, enfurruñada, soltándose de la mano que la sujetaba. Retrocedió un paso y levantó la mirada hacia arriba.—No tengo tiempo para esto.


El enorme hombre la sujetó por la muñeca y la arrastró en la dirección contraria a la que quería ir.


—Suéltame —gritó—. Tengo que volver a casa.—A una casa de la que te has escapado sin permiso.


Con cada palabra, la figura se hacía más grande, y sus palabras sonaban más rasposas, como si quisieran arañarle la conciencia.


—Déjame ir —forcejeó con fuerza, casi tirándose al suelo para liberarse.


La enorme figura la arrojó al callejón más cercano y, sin cuidado, cerró el espacio entre ellos. La sujetó de las manos y la atrajo hacia sí con fuerza, abriendo la boca para mostrar unos dientes afilados.


—El miedo es un gran aliciente —dijo con una sonrisa perversa—. Debería encontrar cosas como tú más a menudo. Soy el miedo, y tu temor me hace más grande y fuerte. Eso hará que incluso sepas mejor. Siento la magia en ti, y sé que me harás más poderoso todavía.


El miedo rezumaba por todo su cuerpo. Ella sabía que no debía salir, precisamente por eso; el miedo siempre la rodeaba, y el único lugar seguro era su casa. Se encogió, pensando en su familia y amigos a los que no volvería a ver, cuando un tirón la devolvió a la realidad.


La cosa pensaba comérsela, y no había alternativa. Forcejeó nuevamente, pero era más grande y fuerte. El dolor en sus manos era insoportable. Recordó a sus hermanas. El miedo —decía una de ellas— es normal. Todos lo tenemos. Lo importante es lo que hacemos con ese miedo. ¿Te dejarás aplastar o lo enfrentarás con todo lo que tienes?


Por ellas había sobrevivido; por ellas viviría siempre. La furia la llenó, y algo parecido al valor surgió en su interior. Recordó que también tenía poderes, que, aunque pequeña, podía hacer mucho daño.


La cosa se acercaba, y al sujetarla del pelo, la doblaba hacia atrás, buscando morderle el pecho, el centro de sus emociones. Al estar tan cerca, ella tenía la ventaja. Levantó la rodilla y, con todas sus fuerzas, golpeó su entrepierna. La cosa la soltó, gritando asustada. Al sentirse libre, dejó fluir sus poderes. Sus ojos brillaron con intensidad, su cabello se elevó con la estática. Ahora era la cosa la que se encogía, asustada.


Estiró la mano y tocó a la cosa, que se retorcía y gritaba de dolor. Dejó que la corriente eléctrica fluyera de ella hacia la criatura, que se hacía cada vez más pequeña. Cuando se abalanzó en un intento desesperado de morderla, ella comprendió que el miedo era solo una idea, una manifestación de su mente. La risa se apoderó de ella mientras la cosa se reducía al tamaño de una cucaracha, hasta que la aplastó con el pie.


Exhausta, se apoyó en la pared. Le tomó unos momentos recuperar la normalidad. Se arregló la ropa y salió del callejón, mirando en todas direcciones, corriendo de vuelta a casa. Al llegar al callejón que daba a la puerta trasera, encontró a todos afuera, desplegándose para buscarla. Corrió hacia ellos, agradecida de poder hacerlo sola y, al mismo tiempo, feliz de verlos.


Se lanzó a los brazos de quien lideraba la búsqueda y se enterró en su pecho. Él la rodeó con sus enormes brazos, acariciando su cabello.


—Me alegra que estés bien, pequeña —murmuró, su voz baja y preocupada.—Me alegra estar de vuelta —dijo ella, con lágrimas rodando por su rostro.—Vamos adentro. La próxima vez, solo avísanos. Creo que podemos confiar en ti, si nos dices adónde quieres ir y podemos estar cerca para ayudarte.


Ella asintió, y el resto del grupo se relajó, bromeando y queriendo saber qué había pasado. Todos luchaban por su atención, respetando siempre que era la compañera de su líder.


Cuando terminó su historia, él la miró con admiración.


—Eso es, pequeña. El miedo siempre se enfrenta.


Los demás la vitorearon y, entre risas, la llevaron a casa, orgullosos de saber que, aunque ella podía defenderse sola, todavía les permitía cuidarla.

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