Mi decimotercer cumpleaños, estaba sentado frente a la anticuada y astillosa mesa de la cocina, rodeado por el afecto y la alegría de mis padres; ambos cantaban "cumpleaños feliz". Delante de mis ojos reposaba una enorme tarta de chocolate, recubierta de velas; soplé enérgico, apagando su efímero fuego, desvaneciéndose y dejando una impronta de humo tras de sí, mi padre me interrumpió y con una gran sonrisa sobre su rostro me entregó un regalo mal envuelto en papel de color rojo, después de su insistencia en abrirlo me dispuse a hacerlo.
-Espero que te gusten hijo.
Chocolate, bombones de diferentes clases de cobertura y relleno. No tenía constancia de en qué momento mi vida comenzó a deteriorarse, por aquel entonces desarrollé "anorexia nerviosa", acompañada por el orgullo de unos cuantos trastornos mentales, situación que no me ayudaba en absoluto y la respuesta a las palabras de mi padre solo concluyó en el llanto; estos, preocupados y confusos, me preguntaron que ocurría, a lo que conteste casi inaudiblemente que me encantaba y no podía evitar emocionarme por tan acertado obsequio. Mi padre sonrió gratificadamente y me invitó a comerlos, al principio me negué, excusándome de que no tenía hambre, después de su interminable insistencia y goteante sudor, probé uno. La madrugada se hizo eterna, me sentí fatal por lo que había hecho, me sentía estúpido por aceptar la invitación de mi padre, culpable por haber ingerido aquella deliciosa y placentera bola de chocolate almendrado. Permanecí despierto, llorando y temblando constantemente, creyendo, asegurando que esa era la peor noche de mi vida. Desperté a la mañana siguiente con un objetivo claro y conciso, no comer en todo el día.
Tras meses utilizando diferentes métodos para evadir la comida mis padres se percataron de lo que me ocurría, no exactamente por mi pérdida de peso, existía algo que denotaba más la atención; antes de cada comida y a lo largo de cada semana me había obsesionado con realizar una especie de rituales, si no los cumplía sentía que me hundía, sentía que mi corazón encerrado bajo las ataduras de una jaula, respiraba polvo. Mis ánimos decaían, no podía evitar sobre pensar en mi culpabilidad; cada vez, sintiéndome más odioso y sin abismo de positividad, situación que más tarde una psicóloga denominó TOC: trastorno obsesivo compulsivo.
Mi obsesión por mi físico y los alimentos llegó a un grado en que consideraba que todo lo que me rodeaba se adueñaba del ininteligible poder de engordarme; solía evitar todo tipo de olores, no solo olores provenientes de la comida, todo lo que aportase una mínima ráfaga de preocupación a mí mente tenía que ser evadido. Comencé a ducharme una vez a las dos semanas, si lo hacía era porque mi madre me lo rogaba; ducharme conllevaba estar expuesto a todo tipo de aromas durante minutos, lo que me dotaba creer que engordaría cada fracción de segundo. Tras cada baño mi sensación de culpabilidad aumentaba, la mejor manera de hacerme creer que podía remediarlo era compensar mis errores omitiendo comidas. Lavarme los dientes también me causaba el mismo angustioso temor, aplazaba mi higiene dental todo lo que podía. Cuando algún olor me inquietaba, tomaba una servilleta, la apoyaba correctamente contra mi nariz y exhalaba fuertemente, propulsando con ímpetu el aire, recorriendo deliberadamente mis fosas nasales. Rojo, de aquel color era la sangre que mi tabique nasal expulsaba al ser comprimido por mis fortalecidos dedos, el sangramiento era común, no me importaba en absoluto. Ese carente de sensatez, ese absurdo ritual se transformó en una repetitiva rutina que debía realizar cada hora, el hecho de no llevarlo a cabo, el breve impedimento de realización, o la simple supresión de tiempo, profundizaba mi insaciante sensación de corrupción.
En general, todo a mí alrededor era un enemigo esperando cautelosamente, acechando en sigilo mi presencia; tanto beber agua como tragar saliva me llevaban a pensar en la inexistente influencia de cambiar mi peso corporal, por lo que bebía agua una vez al día, cuando almorzaba. Con el paso de las semanas mi piel deshidratada y la falta de energía estaban más presentes, en cuanto a la saliva, para evitar tragarla y sentirme responsable por mi incumplimiento, escupía.
Toda mi vida se convirtió linealmente en una tortura constante, tenía 13 años y no sabía aceptar lo que me pasaba. Recuerdo que cuando volvía de la escuela lo único que deseaba era salir a comer con mi familia, eso implicaba no tener que realizar ningún ritual o rutina por unas aparentes largas horas y aunque después estuviese totalmente arrepentido de mi decisión, me sentía libre durante ese escaso periodo de tiempo. Llegó un momento en el que mi salud mental y mi trastorno alimentario vagaban a la deriva, arrastrados por mi inocente ignorancia, estaban notablemente a flote como para poder pasar desapercibidos; mis padres una vez que tuvieron constancia del asunto, buscaron ayuda. Desde este punto no puedo contaros demasiado, tan solo recuerdo que pase por un nutricionista y tres indiferentes psicólogos, los cuales no me ayudaron definitivamente en nada. El nutricionista no me recomendó ninguna dieta ni plan alimentario con el que poder mejorar mi conocimiento nutricional, así mismo como mi cuerpo. Sus palabras fueron...
-Come lo que hagáis en casa.
Por otra parte los psicólogos se limitaban a preguntar, insistiéndome progresivamente en el motivo de mi actitud, me abrumaba demasiado y para que me dejasen tranquilo decidí excusarme afirmando que el motivo de mi "TCA" fue causado porque vi a mi madre llorar tras una decepción familiar; algo que no era totalmente falso, era verdad que la familia de mi madre le había defraudado, del mismo modo que también le vi llorar, pero era algo comprensivamente irónico, porque en realidad siempre lloraba; sin embargo, no me preocupó en absoluto mi piadosa mentira, pues los psicólogos la creyeron y tan solo tuve que comprometerme a cambiar mediante un testimonio de falsas promesas.
Después de mis interminables visitas a hospitales y psicólogos mi actitud y salud mental permanecían intactas. Curiosamente un día cualquiera me sentía tan vacío y absorto de la realidad que sentado en una esquina, sollozando entre lágrimas, me dije a mi mismo que no quería vivir así para siempre. Tan sencillo y fácil como parpadear mi vida cambió de rumbo inesperadamente. Comencé a mejorar tanto mi mente como mi físico y por una vez en mucho tiempo me sentía en armonía; a lo largo de un año mi pasado ya estaba olvidado, no había secuela o impronta alguna de mi obsesión por la alimentación, situación que cambió, pues de la misma forma que en un instante desapareció, volvió a aparecer; esta vez no era tan cruel y obsesiva, de algún inexplicable motivo desarrollé un trastorno por atracón. Un atacante desconocido interrumpía mi vida, siguiéndome por siempre.