(10 de octubre de 2009)

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Estoy en el mar, puedo escuchar el aleteo de las gaviotas sobre mi cabeza, veo a los peces nadar y colarse por las  diminutas aberturas de mi cuerpo, de repente algo me empuja bruscamente hacia bajo, alejándome de la superficie; ambas manos y pies están atados a una gruesa cuerda enganchada con malicia a un pesado ancla que tira de mi torso como si de un muñeco de trapo se tratase, me arrastra con fuerza a la oscuridad del fondo marino, mientras comienzo a convulsionar por la falta de oxígeno, todo se vuelve negro...

Abrí los ojos, observé las ventanas empañadas y el sonido causado por la incesante lluvia del cielo tintado de gris; las sábanas, las almohadas, todo a mí alrededor estaba encharcado por mi sudor, tiritaba del frío causado por el contacto del agua salada con mi gélida piel. Hacía tiempo que mis pesadillas habían desaparecido, o eso creía, en cualquier caso, habían amainado su frecuencia, no tenía tiempo para pensar el “por qué” de su regreso, tan solo trate de buscar cobijo en mi único analgésico, ella no estaba. Yo vivía con mis padres y el alquiler del piso de Dalia dependía de su madre, por lo que tanto para ella como para mí la idea de independización no era más que un imaginario deseo. Por lo general dormíamos juntos en su piso, de tal modo no eramos molestados por nadie; muy a mi pesar esa noche mi padre había vuelto de un largo viaje de negocios, llevaba tiempo sin verlo y mi madre había organizado una “fiesta”; eso denominaba ella a una cena familiar con dos o tres globos hilados a una endeble silla y una tarta comprada en una pastelería cercana.

La soledad que me aportaba su ausencia me impidió recobrar la somnolencia, quería llamarla y hablar con ella, sabía que eso lograría tranquilizarme, pero eran las 5 de la mañana y estaría durmiendo, además, dentro de un par de breves horas su despertador gritaría cruelmente, avisándola de que debía asistir a clase. Deje el egoísmo asfixiado y tirado en una vaga esquina, estuve durante mucho tiempo observando el movimiento irregular de las gotas de agua y su recorrido por la ventana, hasta que mis ojos se fueron cerrando lentamente y el sueño se apoderó de mí; para cuando desperté los rayos solares habían secado por completo el agua de la ventana, solo eran perceptibles escasos charcos en el asfalto donde los niños chapoteaban con sus coloridas botas. Me levanté con la conciencia de haber soñado con algo, tras unos minutos tratando de recordar, no pude determinar el qué, no le di la más mínima importancia y empecé ocioso a enfrentar la rutina diaria.

Debido a los difíciles exámenes de Dalia y que mi jornada laboral se había ampliado, nos fuimos distanciando y nuestra salidas se rebajaron, solo nos veíamos los fines de semanas y eso era si ella no tenía la responsabilidad de estudiar o reescribir algún apunte, eso provocaba que mis noches sin su compañía fuesen una tortura constante. Me había olvidado por completo del sufrimiento y la ansiedad que me causaba el insomnio y tener constantes pesadillas. Para poder sentirme totalmente cansado, realizaba largas caminatas después de salir de trabajar, la mayoría se alargaban hasta la madrugada, eso me permitía conciliar dos o tres horas seguidas de un plácido y sosegado sueño sin que nada ni nadie pudiera hacerme despertar. El sentimiento de vacío, el dolor de pecho y la tristeza tomaban de nuevo control de mi cuerpo, dejando desnuda e inepte mi mente, cada vez me sentía peor.

El trabajo de mi padre le obligaba estar más tiempo fuera debido a viajes de negocios y aburridas reuniones, en cuanto a mí madre cada vez eran más las horas extras gastadas en el supermercado, por lo que el silencio y la tranquilidad reinaban la casa; normalmente siempre me había gustado estar solo, pero últimamente iba a más el sentimiento de estar hundido en el fango sin poder salir; necesitaba a alguien a mi lado que me aportarse el calor de su cuerpo y la anchura de sus brazos, necesitaba a alguien que me sujetase mientras lloraba, necesitaba a alguien que propagase falsas promesas por mis ensordecidos oídos, a alguien que me dijese...

-Todo va a salir bien.

Siempre había permanecido en soledad, además de que no quería olvidar mi orgullo, sabía que podía resistir, aun sabiendo que la ausencia de vida en el hogar me hiciese sentir triste; no duraba demasiado esa sensación, pues me animaba con la idea de que mañana sería un día mejor y que fuese lo que fuese yo tenía la fuerza suficiente para soportarlo. Era como si mi cuerpo flotara en el oscuro, frío y sigiloso espacio, sin ningún rumbo aparente, tan solo el puzle brindado por las lejanas estrellas; estaba solo, yo solo, sin nada ni nadie alrededor más que mi propia presencia, sin ningún ruido más que el áspero sonido de mi respiración; flotando, dejándome llevar por las mareas del universo. No tenía miedo a la profunda y desconocida oscuridad a la que poco a poco me adentraba, temía a la luz, me agobiaba poder encontrar lo que necesitaba para ser feliz y no saber que hacer, no aprovecharlo. Era en ese momento, cuando la brújula ya había encontrado un destino, un objetivo y no sabía cómo llegar a alcanzarlo, era entonces cuando más intensamente hundido y vacío me sentía; poseía la luz que me faltaba, pero de algún modo no sabía cómo utilizarla sin tropezar contra las adversidades, sin tambalear entre hondosos periodos de melancolía. A veces me hubiese gustado volver a ese oscuro espacio, donde mi pálido cuerpo flotaba sin rumbo, me hubiese gustado regresar y no hallar luz, de esta manera no habría logrado encontrar el sentido de mi vida, no tendría que luchar por lo que quería. Nadaría descansando alrededor de las estrellas sin preocupaciones, mientras estas ciegan mi rostro, obligándome a cerrar los ojos, obligándome a descansar.

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