3: Nox et umbra

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A la mañana siguiente la niebla no era tan espesa como antes y permitía ver algunos metros a la distancia, pero seguía siendo una molestia mientras nos encargábamos de preparar todo para ponernos en marcha una vez más.

La historia de la posadera no dejaba de rondar en mi cabeza y causaba que me estremeciera un poco de tanto en tanto, disparando pequeñas descargas de dolor en mi nuca.

Gavin se encargó de pagar a la posadera —solo entonces noté que jamás nos dijo su nombre— y luego de asegurarnos de que todo estaba en orden, nos adentramos en la niebla.

Avanzar así fue más complicado de lo que creí. Antes habíamos tenido las laderas de las montañas para guiarnos —montaña, me corregí al recordar la historia una vez más—, pero ahora estábamos a merced de nuestra orientación, de una brújula y de un mapa del que no podíamos confiarnos.

—Estamos caminando en círculos —gruñó Gavin luego de quizá una hora sin que consiguiéramos salir de la niebla, o ver otra cosa que no fuesen las montañas que sobresalían como dos figuras fantasmales, etéreas.

La puerta.

—Solo sigue la brújula —repliqué.

—¿Cómo?

Su tono trémulo me hizo mirarlo, y luego mis ojos viajaron a la brújula en su mano: la aguja bailaba en todas direcciones, sin control.

La sangre abandonó mi rostro.

—¿Cuánto lleva así? —me espanté.

—No sé. No sucedió esto cuando la revisé al iniciar el viaje.

—Y luego corregimos el rumbo hace... ¿Qué? ¿Veinte minutos?

—Algo así...

—¿Capitanes? —llamó Uriel—. ¿Sucede algo?

No tenía sentido mentir. Volvimos sobre nuestros pasos y la compañía se reunió alrededor de nosotros para observar la brújula.

—No está rota —dijo Jair—. La mía hace lo mismo.

Un murmullo recorrió al grupo mientras todos aquellos que poseían una saeta descubrían que ninguna funcionaba.

—Deberíamos volver —comentó Hugo.

—Podríamos orientarnos con las montañas —señaló alguien más, haciendo eco de mis pensamientos.

Di la orden luego de una mirada a Gavin. Pensábamos igual. Siempre lo habíamos hecho, y solo necesitábamos compartir un segundo, compartir una mirada, para saber lo que el otro deseaba o iba a hacer.

Enfilamos de vuelta a las montañas, todos pendientes de al menos tres o cuatro de las brújulas para descubrir en qué momento habían dejado de funcionar. Sin embargo, al levantar la vista no pudimos ver más la Puerta.

—¿Qué...? —empecé, pero me interrumpí al sentir un tironcito en mi manga.

—No dimos la vuelta en ningún momento —señaló Gavin con la voz tan ahogada que no pude evitar mirar alrededor.

Las montañas que unos segundos antes estaban frente a nosotros, ahora estaban a nuestras espaldas nuevamente.

—Debe haber una forma de volver a la posada —dijo Ulises, otro de nuestros compañeros.

En los escasos segundos que nos detuvimos, la niebla volvió a hacerse más espesa. La oscuridad nos envolvió y, una vez más, las sombras nos rodearon.

—Linternas —llamé—. Preparen las linternas y apúntenlas directo a esas cosas...

No pude seguir hablando, pues algo provocó que la niebla se arremolinara, y al instante siguiente una flecha se clavó en el hombro de Gavin, haciéndolo caer al suelo.

La puerta de la Noche EternaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora