6: Herrero

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Nadie se atrevió a decir nada mientras abandonábamos el pueblo. La niebla por fin se había desvanecido y me vi obligado a liderar la marcha de regreso a la capital, pero me sentía por completo ajeno a mí mismo.

Ya no había nada que me emocionara al final del viaje. Esa felicidad por la boda que con tantas ansias había esperado las últimas semanas se había evaporado en el aire, como la niebla con los rayos del sol de esa mañana.

Volvimos a la capital de Adrastos un par de semanas después, sin detenernos más que para dormir o comer, y nunca le mencioné a nadie que tenía la llave conmigo, a pesar de que sabía que sería castigado por el fracaso en la misión.

Los ladrones no volvieron a aparecer, aunque no me detuve a reflexionar el porqué. Seguramente aún pensaban que tenían la llave, o tal vez cuando notaron que no era así ya estábamos demasiado lejos como para que pudieran darnos alcance. Como fuere, el resto del camino transcurrió en paz, permitiéndonos pasar el luto por todos a los que habíamos perdido en la cañada.

La que debió haber sido una entrada si bien no triunfal, pero sí un tanto festiva, fue en cambio un recibimiento de asombro y molestia por parte de aquellos miembros de la corte que nos vieron al llegar. Era imposible ocultar que algo malo había sucedido con la compañía.

Como si quisiera dejar claro su descontento, no fue el rey quien nos recibió, sino uno de sus consejeros. Su ceño fruncido y el silencio que no rompió hasta que cruzamos el enorme salón del trono me hizo saber que, en definitiva, me esperaba un castigo horrible.

Un azote por cada miembro de la compañía que cayó al haber estado bajo mi mando. Tres por Remy, por su rango. Cinco por haber perdido la llave.

El castigo se llevó a cabo sin más ceremonia, justo en ese momento frente a los restos de mi compañía, pero aun así no puse ninguna objeción. Me obligué a no desmayarme mientras contaba un total de treinta azotes, pues no quería que nadie descubriese que, en mi bolsillo, aún llevaba ese misterioso objeto que tanto había costado.

Iban a acusarme por traición cuando se enteraran, pero no me importaba, siempre y cuando lograra mi cometido. Tenía una misión y, a pesar de ser castigado por una falla, esa misión, en la práctica, se había cumplido.

Tenía una misión, y siempre cumplía con mis misiones.




Fui enviado al calabozo en un arresto de un mes como parte de la condena. La prisión me permitió recibir atención para mis heridas, pero todos esos días fueron tiempo perdido, y la luna llena que había mencionado Jair llegó y se fue antes de que mi sentencia terminara.

Tampoco pude reunirme con él a la siguiente luna llena, pues tuve que presentarme ante los dirigentes del servicio para poder presentar mi renuncia.

Se negaron a dejarme marchar al principio pues, según sus palabras, era un miembro demasiado valioso como para dejarme ir. Sin embargo, luego de insistir, terminaron por darme de baja; dijeron que era comprensible, después de todo, luego de haber perdido a Remy en la misión.

La llave, por fortuna, permaneció conmigo todo el tiempo. Agradecí a cualquier dios que se hubiese apiadado de mí y que no la hubiesen descubierto en la enfermería o en la revisión que me hicieron antes de entrar a la prisión. Quise creer que era un buen presagio, que tal vez eso indicaba que podría conseguir completar esa misión personal.

Cuando dejé las oficinas del servicio no tenía adónde ir. Los cuarteles habían sido mi hogar fijo durante muchísimos años, y mi familia era un lejano recuerdo desde que, un par de años atrás, habían conseguido una fuente de ingresos: gracias al dinero que yo les enviaba, mi madre había abierto una pequeña pastelería que, según me contó en su última carta, iba bastante bien. Agradecí su suerte, pues eso me permitiría deslindarme del servicio sin remordimientos.

La puerta de la Noche EternaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora