El Príncipe Triste III: Que muera Francia

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Hasta el cielo había cambiado de color por la fuerza de las llamas que se elevaban. Después del caos reinaba un silencio espeluznante, roto simplemente por el crujir de aquello que el fuego consumía. Los verdes ojos de Agustín retenían las lágrimas, provocadas por el humo y la frustración. Sus manos aún temblaban por un episodio suscitado una hora antes, cuando entre los empujones, gritos y culatazos, observó como un par de soldados obligaban a un hombre a arrodillarse para luego apuntarle con el rifle en la nuca.

-¡No! - gritó mientras los alcanzaba y con un movimiento desvío la boca del arma hacia el cielo.

-¡Teniente! - gritó el general.

Agustín lo miró con ojos de súplica, pero el general, desde su caballo, negó con la cabeza. El joven soltó el arma y observó atónito como el hombre era ejecutado ante sus ojos. El cuerpo se desplomó de frente a la tierra bajo los gritos de su familia y delante de su casa en llamas.

Ahora ya nadie gritaba, ni suplicaba. Todos observaban en silencio. Hombres, mujeres, ancianos y niños miraban las llamas con rostros sin sentimiento, como hipnotizados, sosteniendo algunas pocas cosas entre sus brazos. A veces esas cosas eran bebés. Los soldados de pie creaban una barrera entre los habitantes de Anenecuilco y los hogares y terrenos en llamas. "Es su culpa, por meterse en terreno que no era suyo" le había dicho el general, pero Agustín no le creyó. De colina abajo apareció un hombre mayor, seguido por otros, el anciano llevaba consigo una caja de madera. La gente se fue abriendo paso hasta que el hombre llegó ante el general, pero antes de que pudiera decir cualquier cosa, el uniformado habló.

-Guarda esa chingadera, sabes que vale madres.

-El señor presidente no puede...

-El señor presidente dio la orden, Merino. Si tienes una queja, habla con él. Yo sólo sigo órdenes.

El hombre no mostró decepción o molestia, simplemente asintió, pero no con sumisión. Se dio la media vuelta y comenzó a caminar por donde vino.

-¿Quién es ese? - le preguntó Agustín al soldado junto a él.

-Es el Capulelque...

-Calpuleque - le corrigió otro.

-Eso, el jefe del pueblo pues, que aquí no tienen presidente municipal, así se manejan los indios.

Cuando pasó a su lado, el Calpuleque se detuvo y miró directamente al rostro de Agustín, quién sintió un vacío en el estómago ante la acción, pero el hombre sencillamente asintió muy levemente con la cabeza, él le regresó el gesto. El Calpuleque continuó su camino, siempre seguido por sus acompañantes, a Agustín le pareció que aquél hombre lo conocía; había algo en él y la manera en que sostenía aquella vieja caja de madera que le inspiraba respeto con sólo mirarlo, una dignidad casi aristocrática.

-Que rápido se le olvidó - dijo uno de los hombres que rodeaban al Calpuleque.

-¿Qué cosa? - preguntó otro.

-Que nos debe la vida.

-¿Quién?

-Porfirio.

Las palabras se quedaron en la mente de Agustín, junto con los rostros impávidos. Momentos después los hombres desaparecieron entre las casas al otro lado del río, seguidos como en procesión por aquellos que acababan de perder sus hogares.

El teniente Agustín de Iturbide y Green y los otros soldados se fueron de ahí, ya entrada la noche, hasta que no quedaba nada más que cenizas.


***


Oscuridad absoluta. Sus piernas flaquean por momentos, pero no deja de correr. Aunque el dolor lo consume, no se permite grito o queja alguna. Todo lo que se escucha en el monte son sus pasos y su respiración entrecortada. Hace rato que dejó de escuchar pisadas o esas palabras ininteligibles siguiéndolo, pero no por eso ha disminuido el paso. Tras unos minutos de seguir avanzando se da cuenta de que ha ingresado a un poblado, pero es tarde y no hay nadie en la calle. Se mueve entre las calles de terracería tanto como la tenue iluminación de la luna le permite, esperando encontrar alguna señal de vida para pedir asilo. No quiere gritar por temor a que quienes lo buscan puedan escucharlo. Finalmente divisa una tenue luz saliendo por la ventana de una de las casas. Se apresura tan rápido como puede hasta la puerta y golpea con toda la poca fuerza que le queda. Una voz juvenil hace una pregunta que no logra entender.

Esclavo de los principiosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora