Nada es gratis en esta vida

877 70 39
                                    

A Emiliano le quedó muy claro que ya no se encontraba en Morelos en el momento que ingresó a la cocina donde estaba dispuesta la mesa para los trabajadores de la mansión. Todos ahí eran de diferentes colores, formas y acentos; que unos del centro, otros del norte y unos más, los menos, del sur. Poco a poco se fue enterando gracias a don Chucho, un hombre de mediana edad que las hacía de mayordomo y capataz, que a la señora de la casa le gustaba "robarse" al personal de servicio de otras familias a las que visitaba cuando acompañaba a su papá en sus giras por el país; se decía que incluso en la ciudad la fama de doña Amada como "roba-criados" era tal, que las señoras ordenaban a sus empleados a ser deficientes en las visitas de la queridísima señora Díaz de la Torre; pues es bien sabido que la lealtad dura lo que se tarda uno en agregar otro cero al sueldo. Otra cosa que le llamó la atención fue que nadie se sorprendió con su repentina presencia, pues al parecer don Nacho se aseguró de anunciar su llegada con días de anticipación. También comprobó que lo que el patrón le dijo era cierto, pues una muchacha de la limpieza, que no había dejado de sonreírle desde que se presentó, le confirmó que era el cuarto caballerango en lo que iba del año.

-Y cada vez los trae más jóvenes – soltó un chico que al parecer era el encargado de los "mandados", provocando risa en los hombres y miradas de disgusto en las mujeres.

Había una obvia diferencia de estatus en el lugar, como Emiliano se había imaginado, pues mientras él compartía la mesa con aquellos que servían directamente a los señores, los empleados de las caballerizas y los terrenos comían aparte, en unas mesas colocadas bajo los árboles del patio. La verdad es que Emiliano hubiera preferido sentarse con ellos para conocerlos mejor, después de todo sería con estos con quiénes compartiría más tiempo y trabajo, pero una vez más don Chucho -como si le hubiera leído el pensamiento al cacharlo mirando por encima de la ventana- le dejó claro que había ciertas "reglas de protocolo" que seguir en la mansión, y una de esas era que los empleados cercanos y más importantes debían comer dentro de la casa. Emiliano asintió cordial mientras en su mente aquello le parecía una reverenda mamada; pero si alguna lección le dejó crecer en un pueblo asolado por los tratos de los hacendados y sus empleados de confianza, era que a esos se les escuchaba y no se les respondía, muy a su pesar. Pero no sólo la disposición de lugares causó impacto en Emiliano, sino que toda la situación de la comida lo hizo. La cocina era enorme, lo suficiente para que los empleados comieran ahí y las cocineras pudieran hacer su trabajo sin que nadie estorbe a nadie, y es que en acción había cinco mujeres encargándose de la comida, dos principales y tres ayudantes. Una de las principales era delgada, de tez clara y extremidades alargadas que se movían con la delicadeza de una bordadora, la otra era morena, robusta y lo hacía todo con la misma finura pero con más efusividad. La delgada cocinaba por un lado, la robusta por el otro y las tres muchachitas que las apoyaban, de las cuales ninguna debía tener más 18 años, iban de aquí para allá según las solicitaran. En esta ocasión no fue don Chucho, sino la muchacha sonriente, llamada Leticia, pero que le decían Leti, la que le explicó la situación a Emiliano. Resultó que la cocinera delgada era francesa, aunque sólo de sangre porque había nacido ahí en la ciudad, todos le decían Madame y ella se encargaba la comida que ingerían ellos y don Nacho; la otra cocinera se llamaba Silvia pero le decían doña Chivi, era yucateca y era uno de los "botines robados" de doña Amada, al parecer se la había quitado a unos tales Peón y ella se encargaba de cocinar para los otros empleados y para la patrona que tenía una fijación por Yucatán. Así fue como Emiliano se enteró que, de hecho, en esos momentos la señora no estaba en casa, que se había ido con su hermana a pasearse por Mérida que es lo que le gustaba hacer cuando se aburría de la Ciudad de México. Aquello debía ser maravilloso, pensó Emiliano, poder cambiar a nuestro antojo el paisaje frente a nuestros ojos.

Lo siguiente no fue tan diferente a lo que él estaba acostumbrado a ver en casa: los peones se enfilaban mientras la cocinera robusta les servía la comida entre conversaciones cortas y chistecillos, aquello que les servía era un caldo negro, para nada de aspecto apetitoso, pero que los hombres recibían gustosos y animados con su buen montón de tortillas. En cambio frente a Emiliano una de las muchachas de servicio colocó un plato cuidadosamente servido con algo que parecía arroz y trozos de carne que lucía como pechuga de pollo bañados en una salsa. Lo cierto es que se veía delicioso y olía aún mejor.

Esclavo de los principiosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora