Amada

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¿Cómo no amar a Amada? Es bonita, inteligente, sensible pero fuerte a la vez, culta y simpática; en pocas palabras, verdaderamente es hija de su padre. Por supuesto le hacía honor a su nombre al ser la favorita del señor presidente. Ignacio la conoció durante un baile de primavera y le llamó la atención desde el primer minuto. Conocer a Amada fue lo mejor que pudo pasarle en la vida, eso nadie lo pondrá en duda. Por supuesto, Ignacio no es tan cínico consigo mismo como para decir que no se acercó a ella por pura curiosidad y un poco de ambición, pero tampoco se mentiría al decir que no estaba verdaderamente interesado. Al conocerla a fondo Ignacio de verdad se enamoró porque, claro, existen muchas clases de amor. Ignacio quedó lo suficientemente prendado como para creer que de verdad podría cambiar por Amada, se convenció a sí mismo que junto a esa mujer podría ser feliz y llevar una vida "decente", ir siempre por el buen camino. Amada fue su primera y única novia. Se casaron menos de un año después de su primer encuentro, él tenía 21 años y ella tenía 20. Jóvenes e ingenuos los dos. No fue fácil para Ignacio el convencer a Don Porfirio de entregarle a su hija predilecta pero de alguna manera su educación y fortuna lo convencieron, eso y que el general no le podía negar nada a su amadísima Amada. 

Fueron felices, muy felices los primeros meses, Ignacio de verdad creyó que Amada era la mujer de su vida y que nada ni nadie podrían hacerlo fallar como esposo. Pero el tiempo pasó, el encaprichamiento se debilitó y, finalmente, llegó el día en el que Amada ya no era suficiente. Y poco a poco fue rehuyendo de su tacto, poco a poco dejó de dedicarle bellas palabras, poco a poco dejó de ser detallista, poco a poco dejaron de hacer planes juntos y, finalmente, se dejó de hablar de hijos.

Y Amada no entendía que pasaba.

Y entonces llegó el 18 de noviembre de 1901.

Ignacio se había ido a una fiesta, "no me esperes, volveré tarde" fue todo lo que dijo. Amada no se preocupó, no era la primera vez. Incluso omitió preguntarle qué era lo que llevaba en la maleta. Seguro iba a una de esas reuniones de caballeros de las que siempre regresaba pasada la medianoche. Amada cenó, completó su lectura nocturna y se fue a dormir sin pensar en Nacho. El frío que se coló por una ventana que había preferido no cerrar la despertó, fue entonces cuando se percató que eran casi las tres de la mañana y su esposo aún no estaba en casa. Ahora sí se preocupó y bajó a la estancia para ver si Nacho no se había dejado caer en uno de los sillones -que es lo que usualmente hacía cuando regresaba borracho- pero no había nadie ahí, todo permanecía intacto. Amada no sabía qué hacer, se sentó en uno de los muebles mirando al vacío. ¿Qué podría hacer? ¿Dónde podría estar? Se puso de pie de nuevo y se resistió a dejar salir las lágrimas que el pensamiento recurrente le provocaba.

-¿Y si de verdad tiene otra? – susurró inconscientemente.

La sola idea de la traición la despedazaba, pero día a día parecía ser la única explicación. Espantando la horrible teoría subió corriendo las escaleras, pero antes de que pudiera avanzar más escuchó el sonido de llaves y de la puerta abriéndose, seguido por la inconfundible voz de su padre.

-¡Papá! – gritó aliviada.

Corrió a su encuentro para explicarle la situación, ni siquiera se cuestionó porque Don Porfirio Díaz entraría a su casa a esas horas de la madrugada. Pero al regresar a la estancia se encontró con la más escandalosa de las escenas: Don Porfirio tenía agarrado por las greñas a una muchacha a la que zangoloteaba por el piso mientras la insultaba.

-¡Hijo de tu chingada madre! – exclamaba con furia el presidente - ¡Pinche puto sinvergüenza!

-¡Papá! ¿Qué haces? – gritó Amada con el corazón en la mano, más que espantada.

-¡General, por favor! ¡General! – suplicaba con desesperación la muchacha.

Fue al oír aquella voz angustiada que Amada comprendió lo que estaba pasando. Aquella no era una muchacha.

-...¿Nacho? – susurró.

Aquél susurro valió más que sus gritos. Fue hasta ese momento que ambos hombres se percataron de su presencia y la miraron, Don Porfirio con una terrible tristeza en la mirada y Nacho con los ojos de un conejo asustado. Amada miró bien a su esposo, tirado en el piso, su delgada figura enfundada en un vestido color coral con escote y ceñido corsé, con el rostro lleno de maquillaje corrido y el bigote tembloroso, sus manos enguantadas se aferraban a la muñeca de su suegro con desesperación, sus piernas envueltas en medias de seda salían por debajo de la falda y culminaba en un par de hermosas botas tipo Carlota color dorado.

Y entonces todo tuvo sentido.

-Amada, mi amor...

-Vete de aquí, hija – dijo firmemente Don Porfirio – vete a tu recámara.

Amada quería hacerlo, quería correr, encerrarse y nunca volver a salir. Pero no pudo, sus pies se congelaron, sus piernas perdieron fuerza y cayó de rodillas. La cabeza le daba vueltas. Unas terribles ganas de vomitar le hicieron convulsionar la espalda un par de veces. Escuchó pasos acercarse, sintió unas manos tomándola por los brazos.

-Amada, lo siento, perdóname, te lo puedo explicar...

El escuchar la voz de Nacho tan cerca hizo que volviera a marearse, sin decir nada y por inercia lo empujó con fuerza, lo escuchó caer.

-¡Debí dejar que te llevaran preso, chingada madre! – resonó la voz de su padre - ¡Debería mandarte a pelear con los indios, a ver si así te haces hombre!

Las pesadas botas de Don Porfirio rodearon a Amada.

-¡General, no...!

La voz de Nacho desapareció junto con los pasos del presidente y la estancia volvió a quedar en silencio. 

Amada permaneció ahí, inmóvil. No sabe cuánto tiempo pasó, ni se percató del momento en que su padre regresó y la tomó entre sus brazos. Lo único que recuerda es que cuando reaccionó estaba llorando en el pecho del presidente, entonces se aferró con más fuerza a él y se desbarató entre los brazos del único hombre que jamás la había decepcionado. Luego se fue a dormir.

Dos días después Don Porfirio le explicó.

-Era una fiesta maricones, Ignacio estaba ahí. Al parecer no es la primera vez. Arrestaron a todos, borré su nombre de la lista. Nadie se va a enterar, nunca se sabrá.

Amada sólo asintió con la cabeza.

Pero se supo, claro que se supo. Es un chisme y es México. En las notas no aparecían nombres pero todos los susurraban. "Que ahí estaba el yerno de su suegro" decían para ver si el escucha entendía.

-Nacho ¿te gustan los hombres? – preguntó Amada a su esposo una tarde que tomaban fresco en la terraza sin mirarlo a la cara.

Nacho se tomó su tiempo antes de responder quedamente.

-Sí.

-¿Me quieres?

-Claro que sí.

-¿Volverás a hacerlo?

-Nunca.

-¿Lo juras?

-Lo juro.

Y nunca se volvió a hablar del tema.

Esclavo de los principiosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora