El Príncipe triste II: Chapultepec

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Era una pesadilla recurrente. Corría por los pasillos escuchando pasos detrás de él, peligrosamente cercanos, pero por más que lo intentaba no lograba girar la cabeza para mirar a quién lo seguía, en lugar de eso sólo podía ver el suelo muy cerca de su rostro. Atravesaba una puerta y al llegar a las escaleras, dudando sólo por un segundo, bajaba con la misma velocidad por los escalones de piedra, pero entonces, justo antes de llegar al carruaje que lo sacaría de ahí, en medio de la oscuridad una enorme serpiente con la boca abierta y los colmillos expuestos se interponía en su camino, obligándolo a frenar de golpe para no ser devorado y al detenerse podía escuchar una voz gutural gritando detrás: "¡No corras! ¡Ya no corras, Agustín!"...

***

El carruaje avanza por el camino ascendente que lleva hasta la cima del cerro del chapulín. Es una noche estrellada de luna llena y el castillo de Chapultepec está listo para albergar una entretenida velada. Ignacio mira por la ventanilla del carro como todos los grandes ventanales están iluminados. La residencia de la familia presidencial es hermosa y única. Regresando la mirada al interior del vehículo, Ignacio observa a su esposa que está sentada a su lado y que con la punta de sus dedos da golpecitos a los bordes de su abanico.

-¿Qué pasa, Amada? ¿Estás preocupada?

Los aretes de Amada tintinean un poco cuando gira la cabeza para mirarlo. Está tan guapa como siempre, su parecido físico con su padre y las cremas aclaradoras que su madrastra Carmelita le ha enseñado a usar logran disimular lo suficiente que su madre era una india.

-Ya sabes a lo que te atienes al casarte con una campesina - le había dicho su hermana Susana un día antes de su boda - a que tus hijos sean unos mestizos.

-Y eso sería terrible - respondió Ignacio con sarcasmo.

-Quizá no, pero sería una lástima.

-Ya no estamos en el virreinato, Susi.

-Desgraciadamente.

El resto de la familia había tomado muy bien y hasta con impresión que Ignacio haya logrado enamorar a la hija del presidente, pero no la condesa Susana, aunque quizá eso se debía más que a su arraigado clasismo a que ella ya no podría jactarse de tener el matrimonio más conveniente al tener por marido a un conde francés, pues al final del día la fortuna, empresas e inversiones de la familia De la Torre se encontraban en México y no en Francia. Como sea, Ignacio estaba feliz con su elección.

-No preocupada - le responde Amada - pero si estoy un poco inquieta, no sé por qué.

-Quizá sea porque no te has acostumbrado a ser una invitada y no la anfitriona.

-¿Tú crees? - le pregunta, Ignacio se encoge de hombros - Puede ser.

-Así que espero que estés a mi lado y no metida en la cocina o detrás de los criados durante la noche; déjale ese trabajo a doña Carmen.

Amada le dirige una mirada de fingida molestia que Ignacio responde con una sonrisa. En efecto, en las fiestas y reuniones del castillo a las que habían asistido desde su matrimonio, Amada seguía actuando como la señorita de la casa, atendiendo a los invitados y asegurándose de que todo estuviera en orden.

-Carmelita nunca está pendiente de las cosas, prefiere ponerse a conversar - le responde Amada como justificación.

-Que es lo que tú deberías hacer también, sobre todo porque esa ya no es tu casa; no sé si te acuerdes, pero ahora estás casada.

Riendo, Amada le da un golpecito en el muslo con su abanico, para luego abrirlo y darse aire.

-Carmelita también me dijo que invitaron a tu amigo.

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