Emiliano

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La primera vez que lo vio fue en la hacienda de San Carlos de Borromeo, una mañana de primavera. Dios sabe que Ignacio se había topado en su vida con hombres apuestos, pero ninguno como aquél, no era sólo el rostro recio y elegantemente tosco, era también el porte casi aristocrático acentuado por las ajustadas prendas que ceñían el cuerpo esbelto de piel morena de aquel joven; aumentando a eso la destreza con que ordenaba a los caballos en el corral, aquello era toda una visión. Sintiéndose como un jovencillo a sus ya casi 40 años, Ignacio se preparó mentalmente para acercarse a hablar con el muchacho, intentando que sus rodillas no flaquearan. Como si el físico no fuera suficiente, el muchacho resultó tener una voz como de trueno. Emiliano se llamaba, era de Anenecuilco, era hijo de campesinos por suerte del destino y caballerango por decisión propia, tenía 26 años y aunque era un ávido lector, se consideraba a sí mismo un ignorante. Y era guapo, claro, y él lo sabía; no es que lo mencionara, claro que no, un hombre de verdad jamás haría tal cosa, pero Ignacio sabía notar aquellas características, era evidente en su aseado aspecto que el joven le dedicaba un buen momento del día al cuidado de su imagen. Pero lo que Ignacio más atesoraba de ese encuentro en su memoria no eran las horas de plática, ni las muchas apreciaciones al torso sudoroso de Emiliano cada vez que éste levantaba su camisa para secarse el sudor, no, lo que Ignacio más atesoraba era el hecho de que cuando cayó la noche y fue momento de despedirse, al tomar la mano del joven, éste no la retiró. Y aquello había quedado como un recuerdo tonto en la cabeza de Don Ignacio de la Torre y Mier, y así creyó que seguiría hasta que escuchó que la leva había alcanzado a unos campesinos rebeldes en Cuautla entre los que se encontraba Emiliano, asignado por eso al 9° Regimiento de Caballería. Era común que a los altos funcionarios les designaran jóvenes cadetes y soldados como caballerangos y Pablo, el Jefe del Estado Mayor, había recibido a Emiliano. En cuánto Ignacio supo aquello, apenas y pudo dormir, Emiliano estaba en la ciudad y bastaban unas palabras para que él lo tuviera bajo su propio techo. Pero no podía hacerlo, se lo había prometido a Amada: Jamás de los jamases volvería a hacerlo. Tremendo susto se había llevado cuando casi lo arrestan la noche del baile, ay Dios, si no hubiera sido por su suegro lo hubieran mandado a Yucatán a pelear contra los mayas, como le habían hecho a sus amigos menos afortunados. Jesús bendito, no, claro que no. Ignacio prometió portarse bien y por Dios que lo iba a cumplir. Se lo prometió a su esposa y se lo prometió a su suegro, y sólo un loco se enfrentaría a Don Porfirio, y si no lo creen que se lo pregunten a Maximiliano. Así que tras rezar unos Ave Marías con las uñas clavadas en sus manos hasta hacerse sangrar, se metió a la cama. Cerró los ojos e intentó no recordar la sensación de la dura textura de las manos de Emiliano contra sus dedos. Por supuesto, no lo logró.

*


Chingaderas. Eso era todo: chingaderas. Miren que apresarlo y proscribirlo por "robarse" a Inés. Chingaderas. Inés se escapó porque quiso y nadie la obligó a hacer nada que no quisiera, y luego qué porque fue a una junta de rebeldes, ahora resulta que quejarse porque le están robando sus tierras a uno es rebeldía. Chinguen a su madre todos. En su vida Emiliano ha tenido que soportar chingadera tras chingadera y de todos: del presidente por quitarles sus tierras a los campesinos, de la policía por creer todo lo que otros dicen, otra vez del presidente que lo obliga a entrar al ejército pero sobre todo el tener que aguantarse las chingaderas de Dios que primero le quitó a sus padres cuando era niño y luego le dio esos instintos que apenas y sabe qué hacer con ellos. La vida no es más que eso, una enorme Chingadera y tienes de dos: ser el chingón o ser el chingado. Y a Emiliano lo han chingado toda la vida. Uno podría pensar que dadas las circunstancias le ha ido bastante bien, trabajar para Pablo Escandón no es tan malo, los caballos son nobles, come bien y la habitación que comparte con otro caballerango no está mal. Pero ese no es el caso, la cosa es que trabajar porque a uno lo obligan no es lo mismo que hacerlo por gusto, a Emiliano le encantan los caballos pero siente que no podrá soportar otro día más bajo el techo de la familia Escandón, sus hijos no son más que unas bestias caprichosas que disfrutan de azotar a los animales y contarle a todo mundo de sus viajes al extranjero y su ascendencia real. Que chinguen a su madre esos pinches chiquitos. ¿Saben lo qué vale la realeza en México? Un balazo en el pecho. Pero para evitar llegar a tal extremo es que se está atreviendo a hacer algo que nunca creyó hacer: pedir ayuda. Hubo una vez, una tarde hacía unos meses, en la que Don Ignacio de la Torre le dijo que si alguna vez estaba en la Ciudad de México pasara a verlo, en ese entonces Emiliano ignoraba quién era ese hombre; era rico e influyente, obviamente, y maricón, sin duda, pero desconocía cualquier otra cosa. Luego se vino a enterar de que está casado con la hija del Presidente y que vive en una mansión en Reforma, mansión ante la cuál Emiliano se encuentra, meditando en sí debe o no llamar. No lo hacía dudar tanto el orgullo como el que quizá Don Ignacio no se acuerde de él, aunque aquello también tiene que ver algo con el orgullo. ¿Pero qué más puede hacer? No conoce a nadie más en la ciudad y mucho menos conoce a alguien con capacidad alguna de poder sacarlo de la casa Escandón...

*


Dios es cruel y que nadie lo dude, piensa Ignacio, pues le está jugando una verdadera mala pasada: le ha traído a Emiliano a la puerta de su casa. El muchacho viste un uniforme que lo hace ver aún más apuesto de lo que recordaba, sus grandes y penetrantes ojos negros se fijan con firmeza cuando le expone su situación.

-¿Y qué es lo que quieres que yo haga? – le ha preguntado.

-Que me dé trabajo, Don Ignacio, pida mi cambio aquí a su casa, yo le cuidaré a sus caballos como nadie.

Y por supuesto que Ignacio no pudo decir que no. Pero que nadie se confunda, lo hacía porque sabía que Emiliano realmente era bueno con los caballos, nada más y, casualmente, les hacía falta un caballerango. Sólo en caso de que hubiera alguna sospecha, le platicó del asunto a Amada y ella se mostró de acuerdo. Y así, tras hablar con Pablo y con su suegro, Ignacio de la Torre y Mier solicitó el traslado de Emiliano Zapata a sus caballerizas.

Esclavo de los principiosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora