Cosa del Diablo

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Emiliano tenía nueve años la primera vez que vio llorar a su padre.

Fue aquél fatídico día en que los habitantes de Anenecuilco atestiguaron con impotencia como los hacendados, apoyados por elementos del ejército, les quitaban las pocas tierras fértiles que les quedaban e incluso derribaron casas construidas en lo que ellos llamaban su territorio. El señor Gabriel Zapata era un hombre inteligente, bueno y de personalidad apacible que evitaba la violencia en la medida de lo posible y que, aunque era estricto con sus hijos, era más partidario de los consejos que de los golpes. Pero no por eso Gabriel era menos duro y orgulloso que el resto de los hombres del pueblo, por eso le llamó mucho la atención a Emiliano ver a su padre sentado en la entrada de su casa con lágrimas cayendo por sus mejillas y con la respiración entrecortada.

-Papá ¿por qué llora? – le preguntó sentándose a su lado.

Su padre traía la ropa sucia y en todo el pueblo se percibía un ambiente pesado de amargura mientras sollozos lejanos eran arrastrados por el viento de un rincón a otro.

-Porque nos quitan las tierras – le respondió su padre, intentando recomponerse ante la presencia de su hijo.

-¿Quiénes?

-Los amos – no estuvo seguro de por qué, pero Emiliano logró percibir oscuridad en la voz de su padre al decir esas palabras.

-¿Y por qué no pelean contra ellos? – preguntó el niño, recordando las historias de lucha de su tío José María.

-No tiene caso, m'ijito, esos señores son muy poderosos.

-Acabaríamos todos aplastados como las chozas – agregó el hermano mayor de Emiliano, Eufemio, mientras se aparragaba en el marco de la puerta con los brazos cruzados y la mirada perdida. En ese entonces tenía veinticuatro años y se la pasaba hablando de las ganas que tenía de irse lejos de "ese pueblucho".

-Pues cuando yo sea grande haré que las devuelvan – dijo Emiliano en un intento de consolar a su padre, con el convencimiento que sólo la ingenuidad de la niñez puede dar.

-No digas pendejadas, cuando crezcas ya no va a quedar nada – dijo Eufemio sin despegar los dientes.

-Eufemio, cállate – reprendió el señor Gabriel con firmeza, pero sin elevar la voz.

Como respuesta Eufemio dejó salir un resoplido por la nariz, Emiliano pensó que su hermano parecía un toro enojado a punto de embestir.

-Ya verá, papá, le prometo que voy a hacer que nos devuelvan todo – dijo volviéndose hacia su padre de nuevo.

Ante la insistencia del niño, su padre sonrió y colocando el brazo sobre los delgaditos hombros de su hijo lo atrajo hacia sí.

-Estoy seguro que lo harás m'ijo. Pero por ahora no te preocupes, que yo me encargo de todo.

Emiliano nunca olvidó la promesa que le hizo a su padre.

Tampoco olvidó que la siguiente vez que lo vio llorar, fue por su culpa.

Sucedió unos años después, cuando Emiliano tenía catorce y vivía bastante tranquilo en su pueblo. Anenecuilco estaba dividido por el río y la naturaleza era tan cruel como los amos, pues mientras del lado donde se asentaban las haciendas permanecía fértil y verde, el lado donde se encontraba el resto de los habitantes se mantenía seco y estéril; aunque esto, claro, no era por casualidad. Por supuesto, Emiliano había nacido y crecido en el lado "malo" del río. El pueblo era pequeño y vivían apenas un poco más de 400 personas. Aunque estaban lejos de ser ricos, la familia Zapata Salazar vivía bien; a falta de tierras, los padres se habían dedicado a la compra, crianza y venta de ganado, que incluía reses y caballos. Emiliano era el hijo más pequeño ya que su hermanita Matilde no pudo superar la infancia, que era cosa común. Ya en casa sólo quedaban él y su hermana Luz, pues su otra hermana, María de Jesús, ya estaba casada y Eufemio cumplió con sus propósito y se fue a trabajar a Veracruz. Así que Emiliano era el consentido, no sólo de sus padres, sino también de sus hermanos y hasta de sus tíos, por lo que, aunque no era para nada malcriado, estaba acostumbrado a hacer lo que quisiera y solía salirse con la suya en sus travesuras, pero no por eso se veía exento de responsabilidades. Como su padre insistió en que "para quitarlo del sol y para que aprendiera un poco" debía ir al colegio, logró acabar la primaria y aunque su padrino don Juan, que era administrador de la hacienda a la que llamaban "El Hospital", le propuso varias veces mandarlo a continuar sus estudios fuera, él se negó pues descubrió tempranamente que a pesar de su gusto por las lecciones de Historia, los salones no eran lo suyo; sin mencionar que le preocupaba que con Eufemio lejos cuando Diosito quisiera llevarse a su padre – que esperaba fuera dentro de mucho – no hubiera nadie capacitado para cuidar de lo suyo.

Esclavo de los principiosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora