14. La Recompensa de la Redención

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Por fin había llegado el día para denominar a los nuevos Caballeros Dorados, al menos, a los que había disponibles en ese momento. Todos los guerreros de los diferentes rangos se habían encontrado en el coliseo de entrenamiento, esperando presenciar la ceremonia de entrega de las armaduras. Había cierta expectación, aunque casi todo el mundo suponía de antemano quienes serían los nombrados. Allí se encontraban Seiya, acompañado por su hermana Seika y Marin, Shiryu junto con Shunrei, Hyoga, con un semblante terriblemente serio, y a su lado, Shun, con cierta tristeza difuminada en su rostro. Ikki no estaba, ni pareciera que fuera a asistir. Como era normal en él. Desde que terminó la guerra contra Hades, Shun se había encontrado completamente solo. En parte se sentía culpable por todo lo acontecido, echaba en falta a su hermano, el cual había desaparecido justo acabar la guerra y del que no sabía absolutamente nada, y su gran amigo Hyoga lo trataba con una indiferencia glacial. No estaba viviendo ese momento con una especial ilusión. En contraposición, al lado de Shun también se encontraba Kiki, que lucía una sonrisa radiante que le iba de oreja a oreja, e intentaba, sin mucho éxito, contagiar algo de su alegría y expectación al caballero de bronce que estaba cerca de él.

En ese mismo instante, dentro de las estancias privadas destinadas al Patriarca se hallaba Kanon en absoluta soledad, sentado en un sillón, con el cuerpo medio inclinado, los brazos apoyándose en ambas rodillas y sus dedos sosteniendo un cigarrillo que iba consumiendo de tanto en tanto, mientras observaba fijamente los atuendos que desde siglos había vestido el máximo responsable Santuario. Una vez hubo propinado la última calada al enésimo cigarrillo de la mañana, lo apagó en un cenicero repleto de colillas. Al lado reposaba una taza de café a medio terminar, la cual ya hacía rato que se había enfriado. Kanon había pasado tiempo sumergido en sus pensamientos, como si el tiempo se hubiera detenido para él, ajeno a todo el bullicio que se estaba agolpando en las gradas del coliseo. Finalmente, inspirando hondo y armándose de valor, Kanon se decidió a levantarse del sillón en el que estuvo anclado durante horas, observando aquellos ropajes, pensando y reflexionando en cómo debería presentarse delante de todo el Santuario. Se enfundó en ellos con rapidez y se colocó el casco que le ocultaba su afilada mirada. Se posó en frente del espejo y observó su cuerpo cubierto con esos atuendos. Y no se reconoció. Los encontraba sumamente ridículos, y no entendía como Saga había podido vestir esas telas durante trece largos años. Comprendía que la ambición le hubiera llevado a obtener ese cargo, a toda costa. Él mismo lo había codiciado y había ayudado a Saga a corromperse con esa idea. Quizás por esa razón, y porqué ahora conocía los motivos por los que él embruteció a Saga de la manera que lo hizo, no se sentía cómodo con esa túnica y ese casco. Sí...Athena le había pedido que fuera el Patriarca como recompensa de la redención que mostró hacia ella y hacia el Santuario. Él, que había sido un traidor declarado y orgulloso, al final luchó como el Caballero de Géminis que siempre estuvo preparado para ser. Ahora, esos años de oscuridad y maldad que anidaron en su corazón, se habían diluido como lo hace la sangre derramada al mezclarse con el agua de la lluvia. Al final, después de tantos años de sufrimiento y sublevación se sentía un poco en paz consigo mismo, y verse enfundado en esas ropas le traía demasiados malos recuerdos. De su vida con Saga, y de su otra vida, la de Defteros con Aspros. El cargo que estaba a punto de ocupar siempre fue por el que se derramó demasiada sangre inocente. Por el que se enfrentaron y mataron hermanos nacidos de un mismo cuerpo. Si realmente deseaba que no se repitiera ninguna de las injusticias que siempre se incubaron en el Santuario tenía que empezar a cambiar algo. Había comprobado que la vida siempre repite la misma lección, una y otra vez, hasta que ésta es aprendida. Era el momento de pasar página y actuar, no cómo dictaban las leyes escritas desde tiempos inmemoriales, sino como le dictaban el alma y el corazón.

Sin pensarlo dos veces se despojó de todas esas ropas, tirándolas sin ningún miramiento sobre el suelo, y se enfundó la armadura de Géminis. Se presentaría en el Santuario como el Caballero de Géminis, como lo que siempre debió ser. Daría la bienvenida a sus nuevos camaradas como un igual. Pero como un igual que acarrearía a sus espaldas las consecuencias de todas sus decisiones. La armadura lucía espectacular cubriendo su imponente figura, y resonaba levemente, emitiendo una agradable sensación que le recorrió todo el cuerpo. De cierto modo, el oro le daba su aprobación a la decisión tomada.

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