5. Isla Kanon

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Kanon había bajado al Tercer Templo sólo para llenar una mochila con cuatro efectos personales, buscar algo de dinero y dejar una nota al lado de Kiki, que seguía durmiendo plácidamente.

"No me busques, dedícate a entrenar si algún día quieres que Aries te pertenezca. Volveré, no sé cuándo. Y ENTRENA!".

Su caligrafía era tosca y desigual, pero entendible al fin y al cabo. Él nunca había sido pulcro en estos aspectos, y tampoco nadie se había preocupado que lo fuera...ni siquiera Saga. Pero Kanon no era absolutamente para nada inculto, aunque a veces le gustara aparentar cierta dejadez en sus conocimientos, técnica usada en su adolescencia para vadear todos los escollos que en solitario superó durante trece largos años dónde su madurez como hombre se forjó.

Con el tiempo justo sus pasos habían desembocado en el puerto de Rodorio, dónde pudo comprar un billete sólo de ida en el primer ferri que zarpaba por la mañana desde el pequeño pueblo pesquero hasta la cercana y menospreciada Isla Kanon. Este medio de transporte era el único del que disponía la tímida aldea de la isla para abastecerse de todo lo que pudiera necesitar procedente de la península griega, y aunque Kanon podría haberse ahorrado el tedioso hecho de viajar, en esos inciertos momentos le apetecía saborear la sensación de navegar. Sus brazos se habían cruzado y ahora reposaban sobre la barandilla de popa, observando como el pueblo de Rodorio se iba empequeñeciendo, perdiendo su mirada y pensamientos entre los remolinos de agua que las hélices del ferri provocaban en el calmado Mar Egeo. El viento le acariciaba el cuerpo insistentemente, haciendo que sus cabellos se mecieran sin orden alguno, siendo movidos únicamente según la voluntad del dios Eolo. Y allí Kanon pensó...Pensó en Poseidón...en el engaño que había tan vilmente tramado fingiendo ser fiel a sus designios mientras él mismo manipulaba sus divinas decisiones. Y pensó en lo vivo que se había sentido. Sí, ardientemente vivo...pero solo. No podía admitir sinceramente que se arrepintiera de lo que hizo, porqué no era así. Su alma necesitaba un mínimo de reconocimiento, y aquellos años en los que custodiaba el poder del señor de los mares le habían dado el respeto y la visibilidad que durante toda su vida había estado clamando. Pero la única compañera que había seguido fiel a su lado luna tras luna, marea tras marea, tenía un nombre: soledad. No le molestaba enteramente. Con los años se había hecho a ella, pero esa templada mañana de otoño, su compañía le inquietaba.

El pitido del ferri anunciando su inminente amarre al puerto le arrancó de sus recuerdos, activando los movimientos que le condujeron a agacharse para recoger la mochila que durante el corto trayecto había dormido a sus pies, para seguidamente colgársela del hombro y esperar para abandonar la embarcación en último lugar, inspirando fuerte al tiempo que atravesaba la movediza pasarela dispuesta para el desembarque, llenándose los pulmones del delicioso aroma marino y preparándose para no sabía todavía qué.

Desde el mismo puerto se divisaba el imponente y famoso volcán, aparentemente inactivo desde hacía unos largos años. El pueblo parecía tranquilo, una pequeña aldea de pescadores, sin ninguna otra pretensión que vivir una vida llana y calmada, pese a la siempre amenazante silueta del volcán impresa en el cercano horizonte. Lo primero que Kanon se dispuso a hacer fue buscar un lugar donde pasar las noches, y entró en la primera posada que divisó. Al pasar el umbral de la puerta una campanilla anunció su llegada, y una bella muchacha acudió a la recepción.

- Buenos días, ¿en qué puedo servirle? - Preguntó la chica con una amplia sonrisa dibujada en su suave rostro.

- Querría una habitación. - Contestó Kanon, secamente.

- ¿Doble o individual? - Inquirió la muchacha, que no dejaba de observar coquetamente al recién llegado.

- Me da igual, sólo quiero una habitación.

La Recompensa de la RedenciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora